sábado, 10 de septiembre de 2011

si lo lindo en la vida es compartir

Cuchi: me estoy bajando una versión animada de alicia en el país de las maravillas rusa
Cuchi: de los 80
esteban: de dónde sacaste la idea?
esteban: o la referencia
Cuchi: llegué por casualidad
esteban: tarda mucho en bajar?
Cuchi: acabo de ponerla así que estará mañana supongo
Cuchi: o pasado
esteban: ah, qé lástima
Cuchi: ni tanto, soy tan joven
esteban: sí, pero la noche es corta
esteban: te gusta el whisky?
Cuchi: me gusta
esteban: tengo acá uno, nada del otro mundo, pero si tenés ganas compartimos un vaso
Cuchi: paso por hoy, pero con gusto otro día, y te voy a pedir que seas sujeto de una experiencia que tengo que hacer para la facu
esteban: qé experiencia?
Cuchi: una de memoria
esteban: tipo memotest?
Cuchi: no sé qué es un memotest
Cuchi: pero imagino que sí
esteban: un juego que suele regalarse a los ninios, aunque hay también versiones para adultos, hay q reunir pares de piezas, q están boca abajo y tienen el mismo reverso. y anversos parecidos
Cuchi: bueno, no tan así
Cuchi: sólo hay que recordar palabras
esteban: mhh. por qé te negás a mi invitación?
Cuchi: porque soy histérico
esteban: no es un buen motivo
Cuchi: por que tiene que ser bueno?
esteban: ser bueno en el sentido de justificar la acción
esteban: y no la justifica
Cuchi: yo creo que sí
esteban: te das cuenta de q esta conversación podriámos tenerla en vivo?
esteban: sería mucho más agradable
esteban: enriquecedor
esteban: estimulante
esteban: y ahí podrías ejercer tu histeria con toda libertad
Cuchi: querés convencer a un perverso genocida con un caramelo
esteban: el vivo no te saca esa posibilidad
esteban: te la multiplica
esteban: no te conté un par de cosas
Cuchi: cuente
esteban: es tan árido hacerlo mediante un teclado...
Cuchi: bueno, podes contarme cuando nos veamos
esteban: bueno, respecto de la histeria
esteban: y el psicoanali en general
esteban: yo soy su enemigo
esteban: no por las múltiples razones que puede darte cualquiera, en cualquier facultad, o encontrar incluso en la vulgata de un colectivero
esteban: que niegan su episteme y aparato fenomenológico
esteban: eso me tiene sin cuidado
esteban: sino x un motivo q afecta mucho más la vida de quienes se someten a él
esteban: y es que sus categorías de descripción del mundo (histeria en este caso) lo clasifican de un modo tan empobrecedor y limitante
esteban: que resultan una asfixia
Cuchi: estás ahogado
esteban: es como los nueve tipos de personalidad de un libro del que me quería convencer un amigovio que pasó unos días por acá
esteban: puede ser, pero no es lo que viene al caso, sino que puedo respirar
esteban: una forma de empobrecer el mundo, aunque no niego que en su momento (viena cien anios atrás, los cincuenta en paris pre-68) haya sido lo contrario, una forma de ampliar sus límites
Cuchi: ok
esteban: ahora vos lo usás como coartada
esteban: soy histérico
esteban: ergo, no salgo
esteban: no es un buen motivo
Cuchi: comí ravioles y bebí cerveza, viajé, di clases, cursé
Cuchi: ergo
Cuchi: verga
esteban: qerés?
Cuchi: tengo
esteban: además de la tuya, alguna otra?
Cuchi: también tengo
esteban: y por qé no la compartís
esteban: por qé no las compartís

viernes, 26 de agosto de 2011

compleja personalidad animal

Bien tratados, los chanchos alcanzan grados de domesticidad similares a los de un perro, acostumbrándose a responder por su nombre al llamado del amo. Cada vez son más quienes tienen cerdos como animal de compañía. A los chanchos les gusta que les rasquen el lomo y en general suelen mostrar buen humor e inteligencia, curiosidad y un notable sentido de la orientación: la televisión los hipnotiza. En el marco de su piara desarrollan complejas estructuras sociales, forjando con algunos miembros de su comunidad lazos afectivos especialmente estrechos, que prevalecerán mientras dure la existencia común y constituyen auténticas (y a veces desgarradoras) historias de amor.
Estos rasgos, suficientes para delinear una rica personalidad animal, han posibilitado que sean protagonistas de numerosos relatos (el célebre Los Tres Chanchitos, sin ir más lejos). A su verosímil y fácil humanización contribuyen su cutis semisonrosado, la versatilidad de su aparato fonador y las expresivas líneas de su rostro. El cerdo llega a tener orgasmos de 30 minutos y es uno de los 12 animales del Zodíaco Chino.
Compañeros de la civilización desde el origen, los chanchos tienen también lugar en sus creencias: así, en el norte de Córdoba los lugareños aseguran que por las noches se aparece una chancha que arrastra cadenas por las vías del tren produciendo un estruendo infernal. Se la considera el ánima de una mujer condenada a purgar sus pecados convertida en ese monstruo, y es prácticamente imposible verla: se desvanece si alguien intenta acercársele.

lunes, 15 de agosto de 2011

no es un lobo


el trabajo no es un lobo
no se pierde en el bosque

domingo, 14 de agosto de 2011

lo mejor del invierno


Conversar, tomar tés en la cálida penumbra mientras afuera la escarcha reina en la noche sin fin, el sauna (¡las bañeras compartidas!), los interiores plácidos y acogedores de bares y cafés, la maravilla incansable de la nieve o caminar sobre el agua congelada de los mismos lagos que en verano son para nadar. Todas cosas que hacen fácil añorar el largo invierno de Berlín una vez que quedó atrás. Sin embargo, nadie que lo haya vivido ignora que lo mejor del invierno, su mayor virtud y gloria, es la primavera. Cuando la luz vuelve a calentar el aire después de tantos meses oscuros y asoman los renuevos, cuando el piar los pájaros crece hasta volverse un graznido atronador y se puede desayunar con la ventana entreabierta -o incluso en el balcón, entre las brisas- una explosión de alegría mística se adueña del mundo y grita la ferocidad de la vida.

jueves, 11 de agosto de 2011

cómo se pierde un trabajo

Hola Jane,
  No sé francamente a título de qué suponés que tengo que abocarme a
los considerar los comentarios y correcciones con que me devolvés la
traducción, dado que nunca habíamos hablado de ese trabajo, distinto
de la traducción en sí, que quedó terminada en el momento en que te
envié el texto, ayer, viernes. Encima, das por hecho que voy a estar
disponible para hacerlo durante el fin de semana, en el momento en que
a vos te resulta conveniente, cuando si te envié el texto ayer (antes
de tu “deadline”), fue justamente para evitar trabajar hoy, sábado.
  Obviamente, si hubiera alguna duda o cuestión que aclarar no
tendría problema en hacerlo, lo que no entiendo es que vos des por
hecho (como se ve ya en el mail que recibí el viernes) que volver a
trabajar en la traducción ya terminada durante el fin de semana forma
parte del trabajo. Al respecto no tengo más remedio que recordarte que
no sos mi empleadora ni mi jefa, sino que me contrataste para un
trabajo que ya terminé ayer.
  Es la primera vez en mi ya bastante nutrida trayectoria de
traductor que me ocurre una cosa así, así como es la primera vez que
voy a cobrar en base a la cantidad de palabras del original y no a las
del texto traducido; te digo esto porque tras haber hecho la
traducción pude comprobar -con pesar- la enorme diferencia que hay
entre el conteo de las palabras en inglés y en castellano (lo que no
sería tanto problema si la tarifa fuera razonable), con lo cual esta
terminará siendo la traducción peor paga que hice en la última década.
Me pregunto, por otro lado, si cuando encargás traducciones del
castellano al inglés procedés de la misma manera.
  Si por alguna casualidad se te ocurriera responderme que te manejás
de acuerdo con las condiciones que impone “el mercado”, te contestaría
a mi vez que el argumento es, por un lado, falso (estoy haciendo
traducciones para la universidad de Quilmes -de Argentina-, y la
tarifa, además de ser acorde al trabajo que hago, se ejecuta sobre los
caracteres empleados en el texto traducido), y por otro, lo más
importante, falaz: el mercado no es una abstracción externa a nosotros
e inmodificable, sino que son nuestras decisiones las que le dan
forma, por lo que en última instancia somos los responsables de las
condiciones en que existe. Ese argumento (“el mercado lo impone”) se
ha usado como excusa para permitir los mayores crímenes, porque “es lo
que hacen todos”; creo que no es necesario abundar ejemplos.
  Dicho todo esto, te aclaro que si he tenido la gentileza de
considerar los cambios e inquietudes con que me devolviste la
traducción, así como de poner todo esto por escrito, lo que me está
llevando bastante más de dos horas que nadie se tomará el trabajo de
pagarme (y eso a pesar de que me estoy perdiendo un magnífico sábado
de otoño), no es porque me sienta obligado en algún sentido, sino
porque cuando entablo una relación laboral -o de cualquier tipo- no es
lo que me guía el afán de obtener el mayor rédito posible en todas las
instancias (lo mismo suelo presumir de quien tengo como contraparte,
en este caso vos), y porque considero que de ese modo el mundo en el
que vivo (“el mercado”) es más acorde con lo que me gustaría (más
lindo).
  Considerando lo expuesto, te pido que si me volvés a a contactar
por una traducción no sea en estas condiciones, porque de lo contrario
vamos a perder el tiempo los dos (y tener otro disgusto).
  Espero que tu viaje siga siendo fructífero, besos

lunes, 1 de agosto de 2011

continuación del tacto

por DI para EDM
   La muestra (aunque muestra no es la palabra) se montó en una antigua casona de la Roma, zona de la capital mexicana donde a principios del siglo veinte construían sus ambiciosas residencias las familias más adineradas, y cuyo trazado conserva a pesar de las muchas intervenciones posteriores cierta grandiosidad propia de su concepción acaparadora del tiempo y el espacio. Para recorrerla se juntaba a la gente en grupos de unas veinticinco personas. Se les hacía quitar anillos y pulseras, se les pedía que se arremangaran hasta el codo y se lavaran las manos en lavatorios instalados ad hoc en el vestíbulo de entrada (el DF es una ciudad muy mugrienta).
   Entonces se daba paso a una sala antecedida del título “Interfases”, donde una suave música electrónica traía el calor del atardecer en una playa del Pacífico mexicano, y tras un breve tiempo necesario para habituarse a la penumbra rojiza, podían distinguirse brazos y piernas humanos, que avanzaban en el espacio desde huecos de las paredes y estructuras de exhibición. A distintas alturas se presentaban plantas del pie, que como alto relieves animados sobresalían apenas de la línea de la pared, y una sucesión de muslos, corvas, pantorrillas, manos y brazos. Formaban una colección de calculada variedad convencional: de aspecto femenino y másculino, flacos y gordos, de texturas, tonos de piel y regímenes pilosos de lo más diversos. En apariencia inmóviles, los miembros estaban en posturas que hacían obvias tanto la comodidad relajada de sus dueños como la vida que los animaba.
    Los visitantes empezaban por tocar con la yema de los dedos las partes expuestas, las apretaban con suavidad o las recorrían a lo largo. Se reían con nerviosismo. Después apoyaban más la mano y la movían en una caricia, los más avispados tratando de intensificar el contacto y diferenciarlo de algún modo del de los demás (no tenían ningún éxito, eran cientos de visitantes por día). Al cabo de los quince veloces minutos que tomaba este precalentamiento se abría una puerta luminosa al fondo de la sala, se indicaba así que había que seguir.

viernes, 1 de julio de 2011

credenciales

   Por DI, para EDM

   La video-instalación es un modo de arte cuya edad se cuenta en décadas. En la ciudad de México me tocó ver una notable (era 1999). Consistía en la proyección interminable de una única película muy simple en superficies diversas, unas veinte o veinticinco tal vez, repartidas de manera asimétrica en un salón mediano. Se había filmado en 16 milímetros, y cada estructura sobre la que la artista la hacía correr era parte de un tratamiento diferente. Por tratarse de la misma secuencia, la proliferación podría haberse juzgado innecesaria, en especial porque el video era en sí una monotonía y los tratamientos a lo sumo agregaban un énfasis producto del extrañamiento al que sometían el material. Había versiones en blanco y negro y en color, unas corrían lentas, otras rápido (seguramente varias se aproximarían a lo que se denomina tiempo real), unas en sentido inverso, otras de modo que la sucesión original se alteraba con avances y retrocesos; había también las que que repetían indefinidamente una micro-secuencia, un gesto mínimo del protagonista. En fin, el punto es que el conjunto de las proyecciones, que ocurrían sobre las superficies dispares de telas, pantallas planas, monitores de computadoras, incluso el visor de un teléfono móvil, la etiqueta en blanco de una botella de vino, etc, obligaban a ver las imágenes con atención, a seguirlas y releerlas. No era posible salir de ese cuarto sin la convicción de que uno tenía la secuencia fija en la memoria, algo a lo que contribuía su extrema sencillez.
    Protagonizaba los nueve minutos de película un hombre de traje gris, con camisa clara y sin corbata, de aspecto publicitario, anguloso rostro caucásico, ojos grises y límpidos, pelo castaño, muy buen ver, joven, alto. Su mirada dejaba suponer abismos e intelecto, y de un modo que tenía mucho de convencional (ahí lo publicitario) incluía destellos que daban cuenta de un más allá, de una vida rica, donde podía haber lugar también para el dolor.
    Durante toda la secuencia pemanecía echado boca abajo en medio de un campo, o mejor dicho un pastizal, entre altas matas filosas de alguna planta silvestre de zonas bajas, en un largo plano secuencia en cuyo curso el hombre miraba con expresión neutra algo que estaba fuera de campo. Y excepto por el breve instante del principio en que estaba quieto, en el resto del video se arrastraba mientras la cámara lo tomaba de frente. Apoyaba su cuerpo y con él su vistosa ropa cara en el suelo como un soldado cuerpo a tierra, pero en cuanto iniciaba el movimiento se veía que no era el de un soldado. Se arrastraba con la cara muy cerca del suelo, por momentos pegada al piso, pasándola por el piso, impulsándose con el cuerpo con los brazos al costado, como una serpiente. Así se abría paso entre los pastos. Cada tanto la cámara se acercaba hasta un primer plano. Eso era el video: un tipo tal vez rubio o en todo caso como si fuera rubio y bien vestido que se arrastraba.
     Vi la instalación con mi amiga Rocío, que en ese entonces me guiaba por todos los rincones de la ciudad de México donde ocurrían cosas significativas. Rocío conocía a la artista, una mujer ya grande, de unos 50 años. Se llamaba Carla Fuentes Borobio y había trabajado la mayor parte de su vida en la mayor televisora mexicana como productora de telenovelas. Hasta que un día había decidido que quería ser artista y había renunciado al universo de derroche, estrés y humillaciones de la televisión. A su edad tenía la vida resuelta, la guita le sobraba, pero estaba sola, sin hijos, toda su familia era una hermana que había emigrado a Estados Unidos y de la que se sentía cada vez más lejos, porque sólo parecía capaz de decir frases hechas sobre lo magnífica que era su vida. Tanto por teléfono como si se encontraban en la oscura ciudad de Detroit, Rossana le pintaba una vida típicamente estadounidense sin fisuras, con anécdotas convencionales de sus hijos en el college y alabanzas para su marido, un ejecutivo también mexicano que pocas veces la acompañaba. Sin embargo, a Carla le quedaba la impresión de que su hermana no le abría su corazón y que su vida distaba años luz de ser lo satisfactoria que ella declaraba.
    Rocío la había conocido en una disco queer, donde ambas intentaban conjurar el aburrimiento de la sexualidad escolar, y la artista también su soledad, pues según le contaría a Rocío más tarde no sentía afinidad con ninguno de los grupos con los que en su vida había alternado por familia o trabajo. Tras una larga noche de plática se habían hecho amigas, y la mujer la había invitado varias veces a viajar por México, gracias a que su fortuna le habilitaba el ejercicio de la generosidad y la chica le caía simpática.
    En el lujoso catálogo que acompañaba la instalación había un texto (muy retocado por Rocío, quien como buena egresada de la carrera de Letras pasaba apremios económicos a pesar de su sólida formación) en el que afirmaba sin pruritos “el mundo del arte nunca me perdonará que me haya enriquecido trabajando para la industria de la chatarra cultural, como si hubiera alguna diferencia”. Acto seguido presentaba el video a partir de una pregunta que se le había ocurrido “a la hora del almuerzo en un restaurante de Polanco, mientras comía sola frente a la mesa de un grupo de hombres de negocios, a quienes cuatro meseras atendían como si sus vidas dependieran de que no les quedaran deseos insatisfechos: ¿cómo se sentirá tener todas las credenciales sociales? ¿Cómo será ser hombre, blanco, guapo y rico en México?”.

jueves, 2 de junio de 2011

pequeñas muertes


  Si bien es posible que se deba exclusivamente a mis limitaciones, hasta ahora no he conseguido entender el símil mediante el que se designa “muerte chiquita” (petite mort) al orgasmo: en los muchos que tuve en mi vida, con sus tremendas diferencias en los aspectos más diversos, no reconozco algo que se deje describir de modo concluyente con la metáfora, lo que me hace dudar de su justeza o considerarla una exageración (por otro lado, no es del todo claro a lo que se refiere: hay fuentes según las cuales designa los momentos posteriores al orgasmo propiamente dicho, lo que haría de la pequeña muerte no una experiencia extática sino un entresueño o adormecimiento posterior al clímax, algo que todos conocemos).
   Hay otras fuentes (muchas) que ofrecen sin embargo otra explicación: la muerte menor es de exclusividad femenina: sólo ellas experimentan en el momento de acabar un fogonazo, ausencia o arrebato tal que puede considerarse una versión menor de la muerte (sólo ellas tienen a su alcance el orgasmo). La pija, con toda su potencia, no participaría según esto de la magia (y no en vano lo mejor que puede pasarle a una pija no es acabar sino estar dura). ¿Qué pasa con los hombres que se hacen coger? Testimonios sugieren que también ellos comparten el privilegio. Tal vez fue uno de ellos el que inventó la metáfora, asociable a esa otra, que por su cuyo cuño religioso nunca me simpatizó, “verle la cara a Dios”.
   Por otro lado. Aunque no está entre mis objetivos ser padre, estoy convencido de que si fuera mujer haría cualquier cosa por gestar un hijo. No por el niño en sí, algo que ya abunda en el mundo, sino por el hecho de tenerlo nueve meses en el cuerpo y sentirlo crecer, darle carne. El embarazo (que empieza en el garche y termina en el parto) encarna la mayor subordinación a la biología (más fascista todavía que la lengua) que conoce la vida social: copa el cuerpo de la mujer con toda su violencia y necesidades, y no hay modo de sustraerse a sus muchos condicionamientos.
   Se podrá considerar que grandes heridas o enfermedades son equiparables, pero la diferencia es que el embarazo está inscripto como necesidad en la carne de la especie, mientras que lo otro son accidentes -un anticipo de la muerte-. Se podrán mencionar las necesidades de respirar, comer, cagar y mear como hechos equivalentes y universales, pero para mí son incomparables, justamente por lo que tiene de excepcional brutalidad el embarazo (si bien es innegable que estas carácterísticas pueden considerarse relativamente recientes en la civilización y propias de Occidente). Se podrá considerar por último que es imposible abstraer el embarazo de su vida en la cultura, que lo ha regulado, como a todo, pero una cosa no quita la otra.

   Es por eso que el embarazo es la experiencia más cercana a la muerte -ese misterio- que se nos lega como especie (así como la experiencia suprema a nuestro alcance está en la conjunción de sexo y amor, a la que lamentablemente sólo accede una minúscula minoría).
   Si ambas hipótesis son ciertas, su inigualable acceso a lo real (la muerte), es decir, a la verdad, dota a las mujeres de una sabiduría que si no se ha desarrollado hasta su innegable superioridad es sólo porque la fuerza bruta del hombre lo ha impedido. Hasta ahora. El futuro es todo de ellas, seres privilegiados por la biología que, como cualquiera que haya meditado un poco al respecto sabe, es un producto de la civilización.

jueves, 26 de mayo de 2011

Misteriosa BeaSa

   Beatriz Sarlo ahora saca un libro que se inscribe con sorprendente y justificada firmeza en el debate sobre la transformación de este país, y eso a pesar de que el público al que presta su voz no está en condiciones de leerla -le basta saber que trabaja en su beneficio mientras considera -sueña o planea- su próximo viaje a Miami, porque encima es gente que se quedó en siglo xx-. Me la encuentro -hace ya meses- en el mejorcasamiento de la década y le digo una verdad y una mentira: “te quiero mucho” y “no puedo explicarme el lugar en el que estás”.
   -Los lugares no se entienden en el momento, se entienden después -responde seca.
   -No, no. Los lugares se entienden en el momento -la contradigo para agregar que lo inexplicable no son sus pronunciamientos político-partidarios -que siempre serán materia de discusión en relación con un fuera de campo equis- sino que se junte con personas feas que afean irremediablemente el mundo (jms), volviéndolo un lugar infame donde da igual vivir o estar muerto. Se trata de un problema estético -lo político por antonomasia-.
   -Se cree Borges, o mejor dicho se cree Kilpatrik en el cuento de Borges del traidor y del héroe -interpreta una amiga las palabras oraculares de la mujer.
Después leo una entrevista en la que su vocabulario y modos (aunque es posible que la torpeza del periodista contribuya no poco a la impresión) sugieren que padece una enfermedad de la vejez. “Esa forma de putear no se la había visto nunca”, le comento en este caso a un amigo.
   -Debe ser el alcohol. Toma como una esponja, ¡no sabés! Todos los días se clava un par de whiskies, un gin tonic, cerveza patagónica y lo que le pongás a tiro. Empieza a las cinco de la tarde -contesta, avanzando sobre la intimidad alcohólica de la máxima estrella del campo intelectual.
 Ahora, su reciente intervención en 678 reestructura todo lo anterior, engrandeciéndola: “No seas insolente, a mí no me da letra nadie”, le espetó al funcionario de medios del gobierno, locución muy superior a la mucho más celebrada “conmigo no, Barone” y que la convierte definitivamente en susana (no querido, a mí nadie me da órdenes”, le aseguró la diva a carlitos tévez).
   ¿Alcanzará Sarlo una dimensión lugoniana antes de morir? Ojalá, sería un canto a la esperanza. Y ojalá que tenga una enfermedad de la senilidad, no porque le desee mal alguno -todo lo contrario, i swear-, sino por el fabuloso potencial dramático de la conjunción, a la que vale la pena sacrificarse. Una vida violenta.

sábado, 30 de abril de 2011

una hermana


   Hay una de mis tres hermanas que hizo siempre los deberes (al punto de que si se los ovidaba, se tratara de un calco geográfico o de una hojita redactada, me llamaba del colegio para que me recorriera media ciudad y se los llevara; íbamos a turnos distintos), y hoy -podría escribir “sin embargo”, pero no hay ningún motivo distinto de la confusión para hacerlo-, por algún motivo para mí no tan fácil de entender, da la impresión de no ser feliz (tal vez porque ahora descubre que haber hecho los deberes no la libra del destino común y que la muerte la corroe como a todos; tal vez porque se siente poco reconocida en sus logros, o por otra cosa que no estoy en condiciones de imaginar). Últimamente me malrata y describe lo que supone que es mi mundo (si bien en primera línea habla del suyo y de sí misma) como lo haría una señora fascista de barrio, o sea del modo más horrible. La única explicación de su mala onda que se me ocurre es que no le parece justo que sin haber hecho los deberes como ella, no dé la impresión, como ella, de no ser feliz. Cómo puede ser, se pregunta su cabecita confundida.

miércoles, 27 de abril de 2011

2001 - Ciudad de México

uno de los tantos - hace 10 años

  Muchas veces me levanto temprano y hago café. Tengo un sistema viejo, que casi nadie usa porque la tecnología avanzó mucho en los últimos cien años, y seguramente mi modo de hacer el café es de los primeros que se usaron. Pongo el molido en un filtro de tela que se ve como una media —y al que por ese mismo motivo mucha gente llama así, “media”—. Cuando lo compré era blanco, con el primer uso le quedó una mancha de color café claro, y ahora casi se oscureció por completo. Tiene que estar seco para poner el café. Lo descuelgo de la llave de gas, donde normalmente suelo dejarlo después de haberlo enjuagado. Lo lleno de café, y una vez que el agua está en su primer hervor, levanto la pava y desde una buena altura la echo. Según mi experiencia, tiene que caer en una línea fina y fuerte, y pegar en el medio del filtro. Cada vez que hago esto, solo, en mi casa, por la mañana, me represento el movimiento del agua dentro del filtro. Pienso que cae con fuerza y al chocar primero con el café y después con la mezcla de café y agua hace presión sobre toda la superficie del filtro de manera uniforme.

  Pienso también en los años de adiestramiento que me llevaron a hacer el café de este modo. Conozco perfectamente, sin necesidad de hacer la menor consideración al respecto, la fuerza que necesito para levantar la pava (lo que se comprueba fácilmente si uno piensa en las ocasiones en que cree equivocadamente que la pava, una bolsa o cualquiera otra cosa cargable está llena cuando está vacía, trata de moverla y casi la hace volar), sé cómo ponerla para que la línea fina caiga directamente en el centro del filtro.
   Y pienso también que estoy de pie, en la cocina de mi casa, solo, de mañana, y que todos mis gestos hablan la lengua de la civilización, en uno de los dialectos necesarios para hacer café. La misma lengua que los artistas usan para pintar sus cuadros y los vigilantes de las esquinas, bestezuelas capaces de decir “aváncele, aváncele” durante horas con un megáfono.

  La lengua inevitable. La que usan los dictadores y los encargados de reprimir y encarcelar, la que también está en las leyes del código civil, en las telenovelas. Esa misma lengua que uso ahora, que comparto con la gente que detesto, los que repiten —reproducen y vomitan— el mundo en que vivimos, las empresas, la humillación y la pobreza. Y también la misma que usé cuando declaré mi amor, cuando despedí a mi hijo, cuando lloré en el teléfono. La civilización es mi lengua, la civilización que aborrezco, donde la libertad es un mito que nadie alcanza nunca, y el dinero la única constante.

jueves, 14 de abril de 2011

2012


 Me anuncian un cataclismo -y cómo hacer para sobrevivir-
   Un chabón en una fiesta (descripción generosa) me aturde con la versión del próximo gran cataclismo, que ocurrirá en 2012 de acuerdo con diversas predicciones (los mayas, dice) y las innúmeras “señales” que ha dejado un nuevo mesías (que pone en serie con Abraham, Jesucristo y no sé quién más), que vive en la India y se le manifestó, se comunicó con él (hizo que partes de él, el chabón, más precisamente una mano, se materializaran en la India, donde se la acariciaron amigos que visitaban al gurú; yo me preguntaba si el tal “avatar” -una manifestación de la divinidad en el plano terrestre, según me explicó el chabón- también podría materializar mi pija en otro lado, para que esté en más de un lugar al mismo tiempo y sea palpada de la misma forma amorosa que su mano, si bien esta idea obsesiva era producto de las drogas que había consumido esa noche).
   El punto es que el tipo me recomendó estar en la India en 2012, puntualmente en los Himalayas, pues sólo en esa región de la tierra hay garantías de sobrevivir al cataclismo. Le di oportunidad de que me convenciera -lo escuché-, algo que no ocurrió. Finalmente concluí que aún en el caso de llegar a creer que habrá tal cataclismo y que vastas secciones de Argentina quedarán sepultadas bajo el agua, no viajaré a la India en 2012: prefiero morir con lo que conozco y quiero antes que encarar un viaje para salvarme de un Apocalipsis arbitrario y pedante. Si de todos modos morirá toda la gente que quiero. Qué me importa.

lunes, 11 de abril de 2011

Cine Lorca – Nunca me abandones


   Voy al cine Lorca, mi sala más querida en Buenos Aires (tal vez hay otras que he frecuentado más o me resultan más prácticas, como el Gaumont, pero mi afecto mayor será siempre lorquiano, empezando por el nombre). Además de su innegable hermosura de otra época, hasta donde sé es el único cine del mundo donde se experimenta un encantador extrañamiento posicional: en la sala 2, la de arriba, pero sobre todo en la 1, la principal, a poco de estar sentado uno siente de pronto que el suelo, donde se apoyan los pies, está en posición vertical, mientras la espalda queda paralela a la superficie de la tierra. Esa sensación perfecta se debe, creo yo, al efecto óptico del revestimiento de las paredes, y en la sala de abajo se potencia por la concavidad del piso, que toca su sima en el centro del espacio. El Lorca, además, es glorioso por venir exhibiendo ya desde los años ‘80 títulos que estaban en el borde del circuito comercial, y muchas películas de tinte queer.
   Ahora vi en la sala 2 Nunca me abandones (Never let me go, Mark Romanek, Inglaterra, 2010, basada en una novela homónima de Ishiguro, de 2005), centrada en tres niños (dos chicas y un joven) a quienes se cría en Inglaterra, en un internado a la harry potter. Se los cría, sin embargo, no para que se integren a algún tipo de elite social sino para que de adultos vayan donando sus órganos hasta “completar” (es decir hasta morir), conforme los necesiten los pacientes del sistema de salud. La acción transcurre en los años 80 y 90 en Inglaterra, en una realidad que, excepto por el National Donor Programme (NDP) en que se enmarca la crianza de donantes, se deja describir como la nuestra. El internado de los protagonistas es una excepción en el marco del programa: al resto de los futuros donantes se los cría en “battery farms” (así se las nombra) como las que hoy se usan para cerdos y pollos. 
   Los tres personajes definen un triángulo amoroso que no tiene nada que envidiarle a una telenovela, cuyo verosímil exige gente mala y manipuladora (aunque esas formas de debilidad sean finalmente producto de la misma desesperación que también sentimos).
   En otro régimen ficcional se contaría la rebelión de los clones y cómo consiguen sustraerse al destino de donar hasta morir órganos a los humanos “auténticos”. Aquí no. No hay lugar para tales impulsos de liberación y autonomía. Y lo que en principio parece un anacronismo de la ciencia ficción (aunque siga desarrollándose en la práctica, la donación ha cedido su potencial de futuro y utopía a la generación de órganos o a su réplica), puede leerse como una alusión a las legiones de sirvientes y trabajadores (: los pobres) que diariamente nos donan sus órganos para que podamos seguir dándonos la gran vida. ¿O acaso no es cierto que los mineros, las mucamas, los basureros etc. mueren antes, ven peor, sufren mucho más de los riñones y el bazo o lo que sea que quienes acostumbran visitar spas? 
   La gente no aceptaría volver a morir de cáncer o quedarse ciega; diría sencillamente que no” a la interrupción del NDP, dice la directora del colegio para explicar que es inútil debatir si corresponde salvar de algún modo a los donantes. De igual modo se ha clausurado, hace décadas, la discusión sobre los pobres: “la gente no aceptaría tener que limpiar su propia mierda; diría sencillamente que no”. No es el único aspecto en que  la película (la historia que está detrás, la novela) refrenda su espesor.   

miércoles, 6 de abril de 2011

¡entre amigos!

Nada que objetar (más allá de una coma confusa)

   "Yo creo que hacerse una paja con un buen amigo es una cosa muy bonita de compartir. Es como, solidario, fraternal, y sirve para profundizar en la amistad y el conocimiento de la otra persona. Creo que hay demasiados tabúes, nunca entenderé, por ejemplo, porque está bien visto darse la mano a un amigo pero no está bien hacerle una paja, cuando, al fin y al cabo, es mucho más placentero, y por supuesto no hace daño a nadie."

   Un mundo por descubrir, ampliar a las relaciones con y entre mujeres (y a todas las que uno sea capaz), y que tiene variantes y prelongaciones aquí y acá

martes, 5 de abril de 2011

primera sangre. qué fiesta


   No hay mayor obra de arte (también porque es colectiva) que una fiesta. Y ya he sido parte de la primera (en esta segundo arraigamiento) expresión de esa forma de felicidad en territorio nacional: la celebración de un casamiento entre hombres, a la que encima asistieron la intelectualidad y el arte por igual. Numerosas personalidades de la literatura y el pensamiento, de la teoría y de la vida como arte, la canción, la actuación etc festejaron -festejamos- junto con los contrayentes, que son en sí un crisol de tensiones estético-políticas y gozan ya de un destacado lugar en lo más bullente de la vida de esta ciudad.¡En la cresta de la ola!
   A mitad de esa noche sin un segundo libre de performance fuimos sorprendidos por la distribución de unas golosinas químicas que nos pusieron en el mejor de los estados. Incluso a Ulrik, cuya afición a las caricias y los besos se exacerbó hasta el límite de lo soportable. Qué risa. Y nos vimos obligados a abandonar la sala antes de tiempo. Qué lástima.

domingo, 3 de abril de 2011

mundo puto: un tinte



   Hace tiempo determiné que no me gusta -o mejor: no me nombra- el mundo puto (para no hablar de esa marca registrada en NY conocida como “cultura gay”, que me resulta ajena hasta la náusea). Lo que me cabe -lo que me excita- son los jirones, filamentos, pinceladas, retazos de putez que destiñen y coloran el mundo, presuntamente sin trazas de tensiones qüir, de los matrimonios, las grandes amistades entre hombres, incluso de las relaciones fraternas o paterno-filiales (esto último merece un par de toques, porque puesto así parece sólo destinado a escandalizar). Pueblan el mundo no puto, son su frontera y posibilidad, siempre al acecho. Reconozco ese espacio intermedio, me hamaco complacido en sus fibras.

O vivís o no molestás II


   Las cuadras de ciclaje hacen que a pesar del frío llegue a casa empapado en sudor; el alcohol y la marihuana me gestaron un tenue dolor de cabeza que se convertirá en su hermano mayor en el curso de la mañana y vendrá a despertarme. Tengo que esforzarme un poco para encadenar la bicicleta en el Hof del edificio, aunque dado su cochambroso estado y el buen tono del área prácticamente puede descartarse que alguien se la quiera robar. Estoy en Prenzlauerberg, parte del Berlín que fue comunista, a cinco cuadras de la línea de adoquines que recuerda el trazado del Muro, y más allá de las esperables excepciones los habitantes de la zona son jóvenes que medran holgadamente en la nueva economía de los medios electrónicos. Revestidos de una pátina de alternativismo que no se creen ni ellos pero les da sentido de comunidad, los que no tienen hijos pequeños están en su busca.
   Sobre la mesa de mi dormitorio encuentro un mensaje en dos tiempos: “llamó Silvia. y Friedrich - M.”. La nota incluye los nombres de las tres personas que de algún modo han moldeado mi vida de los últimos meses: Michael, que firma la esquela y me cobra por el cuarto donde la leo; Silvia, a quien vi por primera vez hace más de 20 años, en mis primeros días de colegio secundario, y Friedrich, mi tal vez único amigo alemán. El otro signo de que Michael estuvo en el cuarto es el frío: al irme había dejado la calefa a media marcha y ahora está apagada ¡en cero! Michael lo hizo, seguramente después de que al entrar al cuarto para dejar la nota lo invadiera una ola de indignación, porque en su cabeza no entra que alguien pretenda llegar a una habitación templada cuando en la calle hacen cinco grados bajo cero.

lunes, 21 de marzo de 2011

El principio del tacto


El arte institucionalizado me tiene entre sus concurrentes sólo de modo ocasional y siempre que medie invitación de amigos. Aprendí que es muy poco lo que vale la pena, además de que no hay nada indispensable (Shakespeare, por poner un caso célebre, no había leído a Shakespeare, bache de formación que sin embargo no le impidió escribir la magnífica obra del cisne de Stratford-upon-Avon). Por eso fue inevitable escuchar como se escucha una propaganda los esfuerzos de mi amigo Tito Rolando por persuadirme de no faltar a la apertura de la exposición que montó en la ciudad de México.
-Va a ser un hito no en la historia del arte, sino en la historia de la civilización -me repetía.
El nombre de la muestra era Tacto, sentido que según la presentación escrita por Tito nos habilita por primera vez la estridencia del mundo, al estamparnos en el cuerpo el trance del nacimiento, así como más tarde los orgasmos, el frío y el estar (el ser). En el breve texto, Tito también recuerda o establece que es con el tacto que sentimos el dolor, “todos los dolores, incluso el psíquico”, alardea. Tal inmediatez con lo real lo convierte en “la fuente del miedo y todas sus consecuencias (la civilización)”. Según asegura el texto, “de los cinco sentidos es el menos codificado, el que la civilización menos tocó”: no hay artes táctiles, que sí existen para el resto de los sentidos, aunque sea en la forma inestable y poco formalizada del perfume o la gastronomía.

Hamlet - Así nace el amor VII

   Por motivos que detallaré en otro lugar, en Berlín tenía facilidades para conseguir excelentes ubicaciones en el teatro y la ópera a precios de risa. Como hice con tantos amigos & amantes, ya sea que vivieran en la ciudad o me visitaran, a Hamlet lo invité a acompañarme a la ópera, forma de arte que aprendí a amar y apreciar luego de haber sido figurante (un ser infernal, un espectro oscuro) en una versión de Dr. Faust, de Bussoni. Había conseguido entradas en octava fila, centro, para la menos wagneriana de las óperas de Wagner: la comedia die Meistersinger von Nürnberg, tres actos cuyo desarrollo toma cinco horas.
   Hamlet estaba avisado desde hacía varios días de la función. Sin embargo, la noche anterior tuvo una fiesta no sé dónde, a la que me invitó. Decliné la invitación, y pero él no sólo fue sino que estuvo dándole al vodka all night long y volvió a su casa cerca de las nueve de la mañana. Era domingo, por lo que una función de ópera que dura cinco horas en Alemania empieza a las tres de la tarde, para que la gente pueda irse a su casa a las ocho y empezar la semana a las seis de la mañana del lunes.
   Llegó a tiempo al teatro, pero la trasnochada todavía perduraba en él: los ojos le flameaban y su intoxicación era evidente. Eso no le impidió echarse a mi cuello y besarme con denuedo. La gente miraba. No tanto porque somos dos hombres y nos separa una generación (dado que si hay un ambiente donde la libertad permite cualquier tipo de vínculo, es la ópera), sino por el show de besos, suficiente para imantar las miradas: en la vía pública de Alemania es raro ver gente besuquéandose, y el número de casos disminuye conforme aumentan la edad de los involucrados y el grado de formalidad del sitio. Pero Hamlet es así, y también por eso lo quiero.
   -Si estás muy cansado y no aguantás podés irte; si querés me esperás en casa -le dije, considerando las cinco horas-.
   -¡No, de ningún modo! -aseguró- me voy a quedar con vos hasta el final.
   Aguantó un acto. Y con serias dificultades: transcurridos los primeros 15 minutos bajó la cabeza y se limitó a mirar el parquet entre sus piernas. Cambió de posición varias veces, pero era obvio que buscaba la más comoda no para ver o escuchar, sino para que su largo cuerpo soportara la espera eterna.
   -Pero no, faltaba más. Para qué te vas a torturar -le dije en el entreacto, cuando me preguntó si no me enojaba que se fuera.
   -Es que me siento muy mal -explicó lo evidente.
   Volvimos a dar un espectáculo de besos y se fue. Ahí mismo llamé a una amiga, que llegaría a ver el tercer acto de los maestros cantores, el que dura casi dos horas y es el mejor.
   Cuando volví a mi asiento sin Hamlet, el vecino de butaca me preguntó dónde estaba, por qué se había ido, si se sentía mal. Resultó ser un crítico de música domiciliado en Londres, que estaba allí por encargo de una revista especializada de habla inglesa. Estaba en compañía de su mujer, una alemana de lo más simpática, y al irse me dio su tarjeta y me pidió que no dejara de hablarlo, para encontrarnos algún día.
   Su amabilidad me mostró una vez más que nuestras efusiones provocan lo contrario del rechazo. Es que la gente admira la libertad, la juventud, y la belleza, algo que todavía estamos en condiciones de simular con mi chico.

lunes, 7 de marzo de 2011

libertad

   Integro el 0,3 por ciento de las personas más libres del mundo, que en este caso es el mundo occidental, dado que el de libertad es un concepto que sólo tiene sentido en el marco de nuestra civilización -donde se inventó-. Lo que pase en otras es inaccesible, ¿alguien puede discutirlo? Ahora tengo que reducir el porcentaje. ¿Qué me falta para eso? ¿coraje? ¿dinero? ¿verdad?
   La buena salud es una condición sine qua non, aunque también puede sostenerse que un problema de salud limitante en algún sentido equivale a un nuevo punto de partida desde el cual la libertad es igualmente alcanzable (y que en definitiva la salud nunca se alcanza, pues hacerlo equivaldría a la inmortalidad).  Me permito dudarlo: la salud -su necesidad o falta-  nos devuelve de modo inolvidable a la biología, y con ella a la primera y más determinante de todas las prisiones: la muerte, que es lo real, nuestra compañera más permanente, de la que luchamos por librarnos desde el principio de los tiempos.
   Conozco sólo una sola mujer que habla y piensa desde fuera de la biología, que no casualmente es también el argumento -la razón, difusamente presentada, y sobre todo abstraída de su carácter de invención civilizacional- que el oscurantismo esgrime una y otra vez en sus intentos de sofocar las libertades de crear y amar.

domingo, 6 de marzo de 2011

Hamlet - Así nace el amor VI


¡somos novios!
   Un día Hamlet me invitó a su casa a cenar, en parte para espejar las muchas veces que comía en casa cosas sencillas o complejas, en todo caso siempre brindadas con el mayor cariño. Preparó unas albóndigas sofritas, puré, y no me acuerdo qué más. No puedo decir que estuviera delicioso (creo que no es mi tipo de comida; su universo culinario todavía es el del adolescente que es, un poco trash), pero puso tanto empeño en mostrarme su amor que me conmovió profundamente. Tomamos bastante vino (le había preguntado por el portero eléctrico, al llegar, qué prefería, y me mandó a comprar). Después de cenar nos fuimos a la cama.

   -Sos el primer novio que tengo, y el más lindo de todos -le dije sin mentir, hablándole en su boca-.

   -¿Soy tu novio? ¿soy tu novio? ¿soy tu novio? -contestó riéndose, subiendo un tono en la escala musical con cada repetición de la pregunta.
   A partir de ese momento empezó a llamarme “my boyfriend”, a firmar “your BF” los mensajes, a presentarme así ante sus amigos, conocidos, etc. Para mí todo tenía el tono de un juego divertido, que por otro lado jugaba animadamente, con la conciencia extraña de que sus días estaban contados por mi próximo cambio de continente.

jueves, 3 de marzo de 2011

Hamlet - Así nace el amor V


Los días contados

   Transcurridos los cuatro días de visita paterna, Hamlet volvió a dormir a casa periódicamente.
   -I love you -me repetía, de lo más amoroso, una y otra vez, mirándome a los ojos.
   -I love you too -contestaba yo, aunque sobre todo para no cometer la torpeza de echar agua fría en su inflamación, que hacía posible tantos buenos momentos-; con todo mi corazón.
   -Qué lástima que te vas a vivir a la Argentina en tres meses.
   -¿Cómo sabés que me voy? ¿Quién te dijo? -respondí alarmado.
   La respuesta era obvia, pero yo no recordaba el momento en que se lo había contado. Encima, justamente ese día había estado considerando que no tenía sentido hacerlo, pues la noción de partida inminente daría una dimensión de falso apasionamiento a nuestro amor, que de lo contrario encontraría su verdad en la rutina de una relación destinada a extinguirse. Pero el error ya se había cometido: la noche de nuestro primer encuentro, al presentarnos, se lo había dicho del modo más despreocupado, con la idea de que con él, como con tantes, tendría una relación pasajera.
   A partir de ese momento, la despedida pasó a pender sobre nosotros, y nunca dejó de sentirse.

martes, 1 de marzo de 2011

territorio nacional


   Respondo la invitación a una de las bodas de la década, la primera entre dos hombres que me toca en territorio nacional:

   "Queridos contrayentes:
   Confirmo, como se solicitara, que celebraré con ustedes lo que se anticipa como uno de los grandes enlaces de la década. Siempre que no haya indicación en contrario, llegaré acompañado de Hamlet, y ambos contribuiremos con lo mejor de nosotros a que la fiesta sea mítica.
   En los próximos días les envío el certificado de depósito en la cuenta de regalos.
   Abrazos y augurios de más dicha"

   La firma

Hamlet - Así nace el amor IV

   Una vez superado el escollo del ex PM, que de todos modos marcó un hito y se transformaría en repetido objeto de evocación y comentario, en general de tono jocoso, la relación con el escandinavo entró en otro carril. Su insistencia en vernos y la cantidad de mensajes que me envía sólo se explican, pensaba yo, porque este chico, al no tener ocupación, goza de un exceso de tiempo libre. Así como la fascinación que manifiesta por mi persona responde a que acaba de llegar: en cuanto vea los muchos que como yo pululan por la capital alemana, que encima me superan en belleza, freakez y velocidad (en talento sólo un puñado difícil de determinar, o tal vez ninguno), me dirá adiós te recordaré mucho e irá en busca de otra piedra en que frotarse.

   Y de hecho, hubo un episodio que me sugirió que ya lo estaba haciendo: una noche llegó a casa mucho más tarde de lo anunciado y tras darme apenas un beso mariposa se tiró a dormir a mi lado, sin sacar a relucir nada de su habitual fogosidad.

   -¿De dónde venís? -le pregunté entredormido.

   -De la casa de un amigo. Un pintor. Bah, dice él que es pintor -hizo un gesto de desprecio-. Un rumano.

   Hasta ese momento no había mencionado que tuviera un amigo pintor ni rumano, aunque me había detallado repetidamente su vida social en Berlín, algo muy fácil dado su completo raquitismo. Tampoco volvió a mencionarlo después. Ignoro lo que es sentir celos, no pienso en términos de fidelidad (pocas nociones me son más extrañas) y además no estoy en condiciones de exigir nada del estilo a nadie, por lo que me dormí tranquilamente y, tal como él, no volví a mencionar el tema.

   Como sea, empezamos a vernos varias veces por semana, e incluso le di una copia de las llaves de mi casa.

   -Vení cuando quieras -le dije.

   -Me encanta que nos veamos en otro sitio que no sea tu casa -me dijo él un día, dejando claro que no me consideraba un objeto exclusivamente sexual. Su declaración respondía puntualmente a la visita que hicimos juntos a una las exposiciones más sonadas de la temporada cultural alemana: Hilter y los Alemanes, en el Museo Histórico de Berlín, a cuya inauguración lo invité. Eran los días en que mi casa conocía la primera y última visita de mi padre, lo que me frenaba de invitar a Hamlet a dormir. Fue esa exposición, por otro lado, el primer sitio público de concurrencia masiva donde me besé amorosamente con un hombre  -quiero decir un sitio que no fuera una disco o un bar donde también otros lo hacían-. Nunca había tenido la oportunidad.

   -Me acaba de mandar un sms un amigovio que tengo. Tiene 20 años -le anuncié días después a mi padre en un café, bajo el sol helado de Berlín.

   -Me parece muy mal.
   -Porque sos de derecha -contesté. Días antes había mencionado a Hamlet como al pasar, sin especificar que compartíamos la cama. Así se prepara el terreno. 

   Mi viejo no dijo una palabra más, aunque sé por años de tratarlo que registró hasta el último detalle de la plática. Pero a él le cuesta -y a mí con él un poco también- tocar temas sensibles.

viernes, 18 de febrero de 2011

O vivís o no molestás

Capítulo III

   Ciego busca personas bien dispuestas que le lean textos sobre antisemitismo, anarquismo y autoritarismo. Hay viáticos”. Es el texto de un aviso que encuentro en una revista de distribución gratuita en bares y cafés. Se completa con un número de teléfono. Dos horas más tarde marco con la idea de que una actividad como ésa me vendrá de perlas para la adquisición de la lengua.
Es así que por primera vez escucho las frases pausadas en la voz como asordinada de Daniel, según se presenta del otro lado de la línea. Quedamos en que lo visitaré en su casa unos días más tarde para la primera sesión de lectura.
   ¿Y vas a leer en alemán? —pregunta sorprendido u horrorizado Michael cuando se lo comento-- Tené cuidado, en esta ciudad hay mucha gente loca.
   Pero si en México, tierra célebre por su presunto salvajismo, no dudaba en conectar desconocidos por internet para que vinieran sin más a mi casa a intercambiar favores sexuales, no me voy a privar acá de aceptar una invitación sólo porque viene de un ciego anarquista. Claro que Michael está entrenadísimo para escuchar los susurros más quedos del miedo, a lo que se suma que ignora lo mejor de mi pasado -y tendría dificultades para creerlo si se lo contara, pues su cabeza está pegada a un modelo de mundo que no existe, donde el único camino lícito es el que lleva al prestigio de las instituciones académicas-.
   Por ese motivo —entre otros-- tampoco le doy el dato de que encontré el anuncio en la Siegesäule, publicación mensual donde -no lo ignora nadie que viva en la ciudad- putos, lesbianas y etc. encuentran una detallada agenda día por día de las actividades que se les ofrecen, agrupadas en categorías como “cultura”, “misceláneas”, “fiesta” o “sexo”. En la sección Clasificados, donde entre avisos de acompañantes, productos y servicios de índole sexual no faltan los cursos de idioma ni de “piedras energéticas” o yoga, el anuncio de Daniel aparece bajo el rubro “diversos”.
   O sea que se puede concluir que además de tener inquietudes políticas y ser ciego, Daniel es puto, con lo que la advertencia de Michael termina nombrando una verdad que él difícilmente haya previsto.

Me pregunto si no sería éste un buen comienzo para la novela íntegra.

jueves, 10 de febrero de 2011

¿Nace un surfer? III

De vacaciones en el mar uruguayo


    Dia 8.
   -Perecioso, está perecioso -dije en referencia al mar, al aire, al día en general.
    -No digás así, es horroroso -me contestaba mi madre, lo que no es fácil de entender si se considera que le escuché decir repetidamente “esato, esato, como dice tu hermana”, estirando la “e” de “esato”. Debe creer que lo de ella es gracioso -o lindo- y en cambio la reformación “perecioso/a” no. Le expliqué que el vocablo es una perfecta celebración de la vida, porque inmiscuye en su corazón un memento mori.
    -Ya sé cómo se llama la tabla -le anuncié por fin un día, cuando lo supe-. Pereciosa. Es la Pereciosa.
   Obviamente se pronunció en contra, pero para mí que el nombre no le disgustó completamente.
    Es así que hoy voy con la tabla a pasar el día a lo de mi amigo el hermano del psicólogo, que alquiló una cabaña en medio del bosque, a pocos kilómetros de la zona pueblerina donde está la mía, y al llegar le escribo un sms a otro amigo común que anda por la zona. “Acá estamos los cinco y la Pereciosa”, en la esperanza de que llegue y me pregunte por esa palabra, para así disfrutar de contarle la historia de su persistencia.
    -Sacaste la tabla a pasear -me dirá en cambio en tono sobrador al final de la jornada, porque en la playa donde confluimos hay cero olas, y por consiguiente tampoco oportunidad de usarla.
    Fue un día sin surf, pero con marihuana, cerveza y asado. Además muchos niños encantadores, que ponen los nervios a prueba.
 
   Día 8. Hoy doy un pequeño salto en la evolución surfística: consigo ponerme de pie por más de dos segundos. Además hablo por primera vez con un (¡con otro!) surfista, un chico que dice haberse iniciado el año pasado y no muestra ninguna destreza destacada -en eso se me parece-. El diálogo no es nada especial, sólo comentamos las toninas adelante nuestro, unos 25 metros adelante, 3 aletas en el mar, dos adultas, una trunca por un mordisco o un arponazo y otra de animal bebé. Más temprano había visto desde pocos metros cómo esos -seguramente- mismos delfines daban un salto y sacaban el cuerpo enteramente fuera del agua, mientras me daba un baño de mar, en una playa próxima.
   -No, son toninas -me dice el sufer en respuesta a mi mención de “los delfines”; “bueno, es lo mismo”, le digo a mi vez, pues lo creo desde que me dijeron en Mundo Marino de San Clemente que ambos nombres designaban exactamente el mismo animal. “Cuando pasa la ola a veces se ven cardúmenes”, me repite él, como si no lo hubiera oído. Al salir del agua lamento no saludarlo, quedó fuera de mi alcance.
   Como una iluminación, entiendo que hay una forma de surfar -como de nadar, barrenar o esquiar- que implica un gasto de energía mínimo, lo que posibilita practicar el surf durante horas sin agotarse. De hecho, ya hoy lo hago mejor que al principio y me canso menos. Se necesita un movimiento felino, un cierto agazapamiento. A eso tengo que llegar, y así cabalgaré olas durante 20 años más.
   Ponerme de pie dio sin embargo origen a un nuevo problemita: me patino en la tabla al poner el pie de atrás, el que va atado. Estoy sin dudas en una etapa más avanzada del aprendizaje, pero el camino que tengo por delante es infinito. Empieza a crecer en mí una sospecha: la Pereciosa es muy angosta, demasiado para mí.

   Día 9. Voy a una playa distante, en un incipiente desarrollo urbano que promete volverse top y permanecer ecológico, boscoso. Allí vacaciona con su familia (mujer y dos hijas) el amigo que se burló de que sacara a pasear la tabla. Según ha dicho, alrededor de las 5 pm hay buenas olas, aptas para surfistas principiantes. Cuando llego a la playa salvaje después de cruzar tabla silla y sombrilla en mano más de 600 metros de médanos pinchudos, encuentro olas descontroladas, de tamaño descomunal. Hay sólo tres surfistas en toda la playa, los tres en el agua, y si no fuera por ellos y la familia de mi amigo, la playa estaría desierta.
   -Me voy a surfar ahora -digo al llegar-, aprovechando que están ellos en el agua, porque con estas olas, solo, no me voy a animar.
Tras un gran esfuerzo llego junto a los tres surferos, que me acogen con la mejor. Uno es experto. Me aconseja acostarme sobre la tabla unos centímetros más adelante.
   -Tenés que poder tocar con la palma de la mano la punta de la tabla -detalla-, así te va resultar más fácil correr la ola.
   Tiene razón. Le hago caso y consigo montarme en uno de los imponentes muros de agua por algunos segundos antes de que se vuelva pura espuma, mientras siento la codiciada aceleración. Me pongo en pie durante tal vez dos segundos. Un éxito. Mientras tanto considero lo acertado de la expresión uruguaya “correr olas”, porque en gran parte en eso consiste este deporte, y el momento que describe el término es la clave de su práctica. Correrla y alcanzarla. Mientras esperamos las olas buenas (un tiempo largo), los surfadores me cuentan que de noche trabajan de cocineros en la posada del lugar y dedican las tardes a surfar. El más experto dice que por vivir en Montevideo puede practicar su deporte favorito todo el año, porque las playas están muy próximas, a breves dos horas de su casa.
   -El viento arruina todo -dice también-, es el gran enemigo del surfer, desemprolija el mar.
   Al salir de ese mar enbravecido siento que tomé una lección para alumnos avanzados, así que me voy contento. Pero me queda un solo día de playa, y no creo que haga mejoras notables, más porque los dolores en el cuello y la espalda se están volviendo insoportables, al punto de que casi no puedo dormir.
 
   Día 10. Me despierto con terribles dolores en la nuca. Ese efecto es obviamente algo que me gusta del surf. Sin embargo, lo que menos me gusta es que desde que me inicié en él se alteró completamente mi relación con el mar, que hasta había sido magnífica: bañarme mucho y tranquilo, disfrutar de las olas, nadar y barrenar como un campeón, amar el agua y vivirla en toda su yemanjaez (a propósito, al frente de la playa, sobre un promontorio, hay una pereciosa estatua de la diosa afroamericana del mar, en general rodeada de flores frescas que le ponen quienes le tienen afecto. Gran cosa, sobre todo si se considera que en su lugar podría haber un horrendo cristo sufriente o cualquier porquería que lo evocara). Si superara los dolores y el agotamiento físico que hoy me hacen posponer mi ingreso al agua, sólo esa perturbación de mi forma de vivir el mar sería capaz de llevarme a abandonar la tabla. Pero para que me voltee el fracaso deben pasar muchas temporadas.
   Cuando llego al mar está helado, pero hay buenas olas. Intento hacerle frente con doble remera, pero salgo a la media hora tiritando y sin grandes resultados. La tarde es similar, me yelo hasta los huesos, termino hechó puré por la combineta de exigencia física + frío.
   Ya al atardecer paso por una tienda de surf y me informo. La tabla que compré, diagnostica un muchacho encantador que luce la mejor sonrisa del verano, hijastro del dueño del negocio, se quebró y fue reparada. “Se nota en el peso”, explica. El largo, agrega, es adecuado a mi altura, pero el ancho no. “Estas tablas están bien para olas tubo, del tipo que hay en el Pacífico mexicano o chileno. Olas más grandes, las de acá no alcanzan el tamaño necesario para esta tabla”.
   A pesar de la frustración que me producen sus palabras, compro allí mismo una funda y sogas de seguridad para trasladar la tabla 800 kilómetros hasta mi casa sobre el techo del auto.
   El simpático y resplandeciente muchacho me da además una crema “comprada en España” para los dolores musculares que me aquejan, asegurándome además que son lo más normal y que tanto él como el instructor que me dio la única clase que tomé, presente allí durante la conversación, practican yoga para evitar las lesiones a las que este deporte genera inclinación.
   Todas revelaciones que me harán encarar de otro modo la próxima temporada.