De vacaciones en el mar uruguayo
Dia
8.
-Perecioso,
está perecioso -dije en referencia al mar, al aire, al día en
general.
-No
digás así, es horroroso -me contestaba mi madre, lo que no es fácil
de entender si se considera que le escuché decir repetidamente
“esato, esato,
como dice tu hermana”, estirando la “e” de “esato”.
Debe creer que lo de ella es gracioso -o lindo- y en cambio la
reformación “perecioso/a” no. Le expliqué que el vocablo es una
perfecta celebración de la vida, porque inmiscuye en su corazón un
memento mori.
-Ya
sé cómo se llama la tabla -le anuncié por fin un día, cuando lo
supe-. Pereciosa. Es la Pereciosa.
Obviamente
se pronunció en contra, pero para mí que el nombre no le disgustó
completamente.
Es
así que hoy voy con la tabla a pasar el día a lo de mi amigo
el hermano del psicólogo, que alquiló una cabaña en medio del
bosque, a pocos kilómetros de la zona pueblerina donde está la mía,
y al llegar le escribo un sms a otro amigo común que anda por la
zona. “Acá estamos los cinco y la Pereciosa”, en la esperanza de
que llegue y me pregunte por esa palabra, para así disfrutar de
contarle la historia de su persistencia.
-Sacaste
la tabla a pasear -me dirá en cambio en tono sobrador al final de la
jornada, porque en la playa donde confluimos hay cero olas, y por
consiguiente tampoco oportunidad de usarla.
Fue
un día sin surf, pero con marihuana, cerveza y asado. Además muchos
niños encantadores, que ponen los nervios a prueba.
Día
8. Hoy doy un pequeño salto en la evolución surfística: consigo
ponerme de pie por más de dos segundos. Además hablo por primera
vez con un (¡con otro!) surfista, un chico que dice haberse iniciado
el año pasado y no muestra ninguna destreza destacada -en eso se me
parece-. El diálogo no es nada especial, sólo comentamos las
toninas adelante nuestro, unos 25 metros adelante, 3 aletas en el
mar, dos adultas, una trunca por un mordisco o un arponazo y otra de
animal bebé. Más temprano había visto desde pocos metros cómo
esos -seguramente- mismos delfines daban un salto y sacaban el cuerpo
enteramente fuera del agua, mientras me daba un baño de mar, en una
playa próxima.
-No,
son toninas -me dice el sufer en respuesta a mi mención de “los
delfines”; “bueno, es lo mismo”, le digo a mi vez, pues lo creo
desde que me dijeron en Mundo Marino de San Clemente que ambos
nombres designaban exactamente el mismo animal. “Cuando pasa la ola
a veces se ven cardúmenes”, me repite él, como si no lo hubiera
oído. Al salir del agua lamento no saludarlo, quedó fuera de mi
alcance.
Como
una iluminación, entiendo que hay una forma de surfar -como de
nadar, barrenar o esquiar- que implica un gasto de energía mínimo,
lo que posibilita practicar el surf durante horas sin agotarse. De
hecho, ya hoy lo hago mejor que al principio y me canso menos. Se
necesita un movimiento felino, un cierto agazapamiento. A eso tengo
que llegar, y así cabalgaré olas durante 20 años más.
Ponerme
de pie dio sin embargo origen a un nuevo problemita: me patino en la
tabla al poner el pie de atrás, el que va atado. Estoy sin dudas en
una etapa más avanzada del aprendizaje, pero el camino que tengo por
delante es infinito. Empieza a crecer en mí una sospecha: la
Pereciosa es muy angosta, demasiado para mí.
Día
9. Voy a una playa distante, en un incipiente desarrollo urbano que
promete volverse top y permanecer ecológico, boscoso. Allí
vacaciona con su familia (mujer y dos hijas) el amigo que se burló
de que sacara a pasear la tabla. Según ha dicho, alrededor de las 5
pm hay buenas olas, aptas para surfistas principiantes. Cuando llego
a la playa salvaje después de cruzar tabla silla y sombrilla en mano
más de 600 metros de médanos pinchudos, encuentro olas
descontroladas, de tamaño descomunal. Hay sólo tres surfistas en
toda la playa, los tres en el agua, y si no fuera por ellos y la
familia de mi amigo, la playa estaría desierta.
-Me
voy a surfar ahora -digo al llegar-, aprovechando que están ellos en
el agua, porque con estas olas, solo, no me voy a animar.
Tras
un gran esfuerzo llego junto a los tres surferos, que me acogen con
la mejor. Uno es experto. Me aconseja acostarme sobre la tabla unos
centímetros más adelante.
-Tenés
que poder tocar con la palma de la mano la punta de la tabla
-detalla-, así te va resultar más fácil correr la ola.
Tiene
razón. Le hago caso y consigo montarme en uno de los imponentes
muros de agua por algunos segundos antes de que se vuelva pura
espuma, mientras siento la codiciada aceleración. Me pongo en pie
durante tal vez dos segundos. Un éxito. Mientras tanto considero lo
acertado de la expresión uruguaya “correr olas”, porque en gran
parte en eso consiste este deporte, y el momento que describe el
término es la clave de su práctica. Correrla y alcanzarla. Mientras
esperamos las olas buenas (un tiempo largo), los surfadores me
cuentan que de noche trabajan de cocineros en la posada del lugar y
dedican las tardes a surfar. El más experto dice que por vivir en
Montevideo puede practicar su deporte favorito todo el año, porque
las playas están muy próximas, a breves dos horas de su casa.
-El
viento arruina todo -dice también-, es el gran enemigo del surfer,
desemprolija el mar.
Al
salir de ese mar enbravecido siento que tomé una lección para
alumnos avanzados, así que me voy contento. Pero me queda un solo
día de playa, y no creo que haga mejoras notables, más porque los
dolores en el cuello y la espalda se están volviendo insoportables,
al punto de que casi no puedo dormir.
Día
10. Me despierto con terribles dolores en la nuca. Ese efecto es
obviamente algo que me gusta del surf. Sin embargo, lo que menos me
gusta es que desde que me inicié en él se alteró completamente mi
relación con el mar, que hasta había sido magnífica: bañarme
mucho y tranquilo, disfrutar de las olas, nadar y barrenar como un
campeón, amar el agua y vivirla en toda su yemanjaez (a propósito,
al frente de la playa, sobre un promontorio, hay una pereciosa
estatua de la diosa afroamericana del mar, en general rodeada de
flores frescas que le ponen quienes le tienen afecto. Gran cosa,
sobre todo si se considera que en su lugar podría haber un horrendo
cristo sufriente o cualquier porquería que lo evocara). Si superara
los dolores y el agotamiento físico que hoy me hacen posponer mi
ingreso al agua, sólo esa perturbación de mi forma de vivir el mar
sería capaz de llevarme a abandonar la tabla. Pero para que me
voltee el fracaso deben pasar muchas temporadas.
Cuando
llego al mar está helado, pero hay buenas olas. Intento hacerle
frente con doble remera, pero salgo a la media hora tiritando y sin
grandes resultados. La tarde es similar, me yelo hasta los huesos,
termino hechó puré por la combineta de exigencia física + frío.
Ya
al atardecer paso por una tienda de surf y me informo. La tabla que
compré, diagnostica un muchacho encantador que luce la mejor sonrisa
del verano, hijastro del dueño del negocio, se quebró y fue
reparada. “Se nota en el peso”, explica. El largo, agrega, es
adecuado a mi altura, pero el ancho no. “Estas tablas están bien
para olas tubo, del tipo que hay en el Pacífico mexicano o chileno.
Olas más grandes, las de acá no alcanzan el tamaño necesario para
esta tabla”.
A
pesar de la frustración que me producen sus palabras, compro allí
mismo una funda y sogas de seguridad para trasladar la tabla 800
kilómetros hasta mi casa sobre el techo del auto.
El
simpático y resplandeciente muchacho me da además una crema
“comprada en España” para los dolores musculares que me aquejan,
asegurándome además que son lo más normal y que tanto él como el
instructor que me dio la única clase que tomé, presente allí
durante la conversación, practican yoga para evitar las lesiones a
las que este deporte genera inclinación.
Todas
revelaciones que me harán encarar de otro modo la próxima
temporada.