viernes, 18 de febrero de 2011

O vivís o no molestás

Capítulo III

   Ciego busca personas bien dispuestas que le lean textos sobre antisemitismo, anarquismo y autoritarismo. Hay viáticos”. Es el texto de un aviso que encuentro en una revista de distribución gratuita en bares y cafés. Se completa con un número de teléfono. Dos horas más tarde marco con la idea de que una actividad como ésa me vendrá de perlas para la adquisición de la lengua.
Es así que por primera vez escucho las frases pausadas en la voz como asordinada de Daniel, según se presenta del otro lado de la línea. Quedamos en que lo visitaré en su casa unos días más tarde para la primera sesión de lectura.
   ¿Y vas a leer en alemán? —pregunta sorprendido u horrorizado Michael cuando se lo comento-- Tené cuidado, en esta ciudad hay mucha gente loca.
   Pero si en México, tierra célebre por su presunto salvajismo, no dudaba en conectar desconocidos por internet para que vinieran sin más a mi casa a intercambiar favores sexuales, no me voy a privar acá de aceptar una invitación sólo porque viene de un ciego anarquista. Claro que Michael está entrenadísimo para escuchar los susurros más quedos del miedo, a lo que se suma que ignora lo mejor de mi pasado -y tendría dificultades para creerlo si se lo contara, pues su cabeza está pegada a un modelo de mundo que no existe, donde el único camino lícito es el que lleva al prestigio de las instituciones académicas-.
   Por ese motivo —entre otros-- tampoco le doy el dato de que encontré el anuncio en la Siegesäule, publicación mensual donde -no lo ignora nadie que viva en la ciudad- putos, lesbianas y etc. encuentran una detallada agenda día por día de las actividades que se les ofrecen, agrupadas en categorías como “cultura”, “misceláneas”, “fiesta” o “sexo”. En la sección Clasificados, donde entre avisos de acompañantes, productos y servicios de índole sexual no faltan los cursos de idioma ni de “piedras energéticas” o yoga, el anuncio de Daniel aparece bajo el rubro “diversos”.
   O sea que se puede concluir que además de tener inquietudes políticas y ser ciego, Daniel es puto, con lo que la advertencia de Michael termina nombrando una verdad que él difícilmente haya previsto.

Me pregunto si no sería éste un buen comienzo para la novela íntegra.

jueves, 10 de febrero de 2011

¿Nace un surfer? III

De vacaciones en el mar uruguayo


    Dia 8.
   -Perecioso, está perecioso -dije en referencia al mar, al aire, al día en general.
    -No digás así, es horroroso -me contestaba mi madre, lo que no es fácil de entender si se considera que le escuché decir repetidamente “esato, esato, como dice tu hermana”, estirando la “e” de “esato”. Debe creer que lo de ella es gracioso -o lindo- y en cambio la reformación “perecioso/a” no. Le expliqué que el vocablo es una perfecta celebración de la vida, porque inmiscuye en su corazón un memento mori.
    -Ya sé cómo se llama la tabla -le anuncié por fin un día, cuando lo supe-. Pereciosa. Es la Pereciosa.
   Obviamente se pronunció en contra, pero para mí que el nombre no le disgustó completamente.
    Es así que hoy voy con la tabla a pasar el día a lo de mi amigo el hermano del psicólogo, que alquiló una cabaña en medio del bosque, a pocos kilómetros de la zona pueblerina donde está la mía, y al llegar le escribo un sms a otro amigo común que anda por la zona. “Acá estamos los cinco y la Pereciosa”, en la esperanza de que llegue y me pregunte por esa palabra, para así disfrutar de contarle la historia de su persistencia.
    -Sacaste la tabla a pasear -me dirá en cambio en tono sobrador al final de la jornada, porque en la playa donde confluimos hay cero olas, y por consiguiente tampoco oportunidad de usarla.
    Fue un día sin surf, pero con marihuana, cerveza y asado. Además muchos niños encantadores, que ponen los nervios a prueba.
 
   Día 8. Hoy doy un pequeño salto en la evolución surfística: consigo ponerme de pie por más de dos segundos. Además hablo por primera vez con un (¡con otro!) surfista, un chico que dice haberse iniciado el año pasado y no muestra ninguna destreza destacada -en eso se me parece-. El diálogo no es nada especial, sólo comentamos las toninas adelante nuestro, unos 25 metros adelante, 3 aletas en el mar, dos adultas, una trunca por un mordisco o un arponazo y otra de animal bebé. Más temprano había visto desde pocos metros cómo esos -seguramente- mismos delfines daban un salto y sacaban el cuerpo enteramente fuera del agua, mientras me daba un baño de mar, en una playa próxima.
   -No, son toninas -me dice el sufer en respuesta a mi mención de “los delfines”; “bueno, es lo mismo”, le digo a mi vez, pues lo creo desde que me dijeron en Mundo Marino de San Clemente que ambos nombres designaban exactamente el mismo animal. “Cuando pasa la ola a veces se ven cardúmenes”, me repite él, como si no lo hubiera oído. Al salir del agua lamento no saludarlo, quedó fuera de mi alcance.
   Como una iluminación, entiendo que hay una forma de surfar -como de nadar, barrenar o esquiar- que implica un gasto de energía mínimo, lo que posibilita practicar el surf durante horas sin agotarse. De hecho, ya hoy lo hago mejor que al principio y me canso menos. Se necesita un movimiento felino, un cierto agazapamiento. A eso tengo que llegar, y así cabalgaré olas durante 20 años más.
   Ponerme de pie dio sin embargo origen a un nuevo problemita: me patino en la tabla al poner el pie de atrás, el que va atado. Estoy sin dudas en una etapa más avanzada del aprendizaje, pero el camino que tengo por delante es infinito. Empieza a crecer en mí una sospecha: la Pereciosa es muy angosta, demasiado para mí.

   Día 9. Voy a una playa distante, en un incipiente desarrollo urbano que promete volverse top y permanecer ecológico, boscoso. Allí vacaciona con su familia (mujer y dos hijas) el amigo que se burló de que sacara a pasear la tabla. Según ha dicho, alrededor de las 5 pm hay buenas olas, aptas para surfistas principiantes. Cuando llego a la playa salvaje después de cruzar tabla silla y sombrilla en mano más de 600 metros de médanos pinchudos, encuentro olas descontroladas, de tamaño descomunal. Hay sólo tres surfistas en toda la playa, los tres en el agua, y si no fuera por ellos y la familia de mi amigo, la playa estaría desierta.
   -Me voy a surfar ahora -digo al llegar-, aprovechando que están ellos en el agua, porque con estas olas, solo, no me voy a animar.
Tras un gran esfuerzo llego junto a los tres surferos, que me acogen con la mejor. Uno es experto. Me aconseja acostarme sobre la tabla unos centímetros más adelante.
   -Tenés que poder tocar con la palma de la mano la punta de la tabla -detalla-, así te va resultar más fácil correr la ola.
   Tiene razón. Le hago caso y consigo montarme en uno de los imponentes muros de agua por algunos segundos antes de que se vuelva pura espuma, mientras siento la codiciada aceleración. Me pongo en pie durante tal vez dos segundos. Un éxito. Mientras tanto considero lo acertado de la expresión uruguaya “correr olas”, porque en gran parte en eso consiste este deporte, y el momento que describe el término es la clave de su práctica. Correrla y alcanzarla. Mientras esperamos las olas buenas (un tiempo largo), los surfadores me cuentan que de noche trabajan de cocineros en la posada del lugar y dedican las tardes a surfar. El más experto dice que por vivir en Montevideo puede practicar su deporte favorito todo el año, porque las playas están muy próximas, a breves dos horas de su casa.
   -El viento arruina todo -dice también-, es el gran enemigo del surfer, desemprolija el mar.
   Al salir de ese mar enbravecido siento que tomé una lección para alumnos avanzados, así que me voy contento. Pero me queda un solo día de playa, y no creo que haga mejoras notables, más porque los dolores en el cuello y la espalda se están volviendo insoportables, al punto de que casi no puedo dormir.
 
   Día 10. Me despierto con terribles dolores en la nuca. Ese efecto es obviamente algo que me gusta del surf. Sin embargo, lo que menos me gusta es que desde que me inicié en él se alteró completamente mi relación con el mar, que hasta había sido magnífica: bañarme mucho y tranquilo, disfrutar de las olas, nadar y barrenar como un campeón, amar el agua y vivirla en toda su yemanjaez (a propósito, al frente de la playa, sobre un promontorio, hay una pereciosa estatua de la diosa afroamericana del mar, en general rodeada de flores frescas que le ponen quienes le tienen afecto. Gran cosa, sobre todo si se considera que en su lugar podría haber un horrendo cristo sufriente o cualquier porquería que lo evocara). Si superara los dolores y el agotamiento físico que hoy me hacen posponer mi ingreso al agua, sólo esa perturbación de mi forma de vivir el mar sería capaz de llevarme a abandonar la tabla. Pero para que me voltee el fracaso deben pasar muchas temporadas.
   Cuando llego al mar está helado, pero hay buenas olas. Intento hacerle frente con doble remera, pero salgo a la media hora tiritando y sin grandes resultados. La tarde es similar, me yelo hasta los huesos, termino hechó puré por la combineta de exigencia física + frío.
   Ya al atardecer paso por una tienda de surf y me informo. La tabla que compré, diagnostica un muchacho encantador que luce la mejor sonrisa del verano, hijastro del dueño del negocio, se quebró y fue reparada. “Se nota en el peso”, explica. El largo, agrega, es adecuado a mi altura, pero el ancho no. “Estas tablas están bien para olas tubo, del tipo que hay en el Pacífico mexicano o chileno. Olas más grandes, las de acá no alcanzan el tamaño necesario para esta tabla”.
   A pesar de la frustración que me producen sus palabras, compro allí mismo una funda y sogas de seguridad para trasladar la tabla 800 kilómetros hasta mi casa sobre el techo del auto.
   El simpático y resplandeciente muchacho me da además una crema “comprada en España” para los dolores musculares que me aquejan, asegurándome además que son lo más normal y que tanto él como el instructor que me dio la única clase que tomé, presente allí durante la conversación, practican yoga para evitar las lesiones a las que este deporte genera inclinación.
   Todas revelaciones que me harán encarar de otro modo la próxima temporada.

miércoles, 9 de febrero de 2011

¿Nace un surfer? II


De vacaciones en el mar uruguayo

   Día 2. No hay olas. Así que con esa fácil excusa desisto de tomar una segunda clase. Apoyan la decisión fuertes dolores en la espalda y los brazos, producto del desacostumbrado ejercicio muscular de la víspera. Mientras medito mi rehúse, veo salir del mar a dos jóvenes con sus tablas y me les acerco.
    -Yo nunca tomé clases -me cuenta el más bajito, un rubio de muy buen ver y ancho pecho lampiño, con una tabla más baja aún que él-. Y tardé como 20 días en poder pararme. Es cuestión de no darse por vencido.
    Agrega que hace cinco años que surfa. “¿Tú sos también de Montevideo?”, pregunta para mi sorpresa. Lo tengo que decepcionar.
   Día 3. Alquilo durante algo más de una hora una tabla bastante más corta que la de usé en la clase. “Una 7-4”, me aclara el que me la renta. Es que en el interín estuve contemplando la posibilidad de comprar una tabla para, en vez de tomar clases, darme de lleno a la práctica sin limitaciones horarias ni locativas, y las que vi similares a la que usé el día 1 no bajan de usd 350, usadas -demasiado para mis ambiciones, enmarcadas en 10 días de playa-. Con la 7-4 que alquilo me va relativamente bien, lo que me decide a buscar una de dimensiones similares para comprar, en parte también porque sospecho que la medida facilita las maniobras en el oleaje.

    Día 4. Después de buscar en varios comercios del ramo doy con una tabla 7,2 (la medida en pies, me entero), de punta triangular y no redonda, usada, por usd 200, a lo que debo sumar usd 40 del leash, como se le dice a la piolita con que la tabla va unida al tobillo del surfista. En total una cifra que sin ser insignificante está muy lejos de ser fabulosa.
    Por su tamaño (es la mayor de las tablas chicas) puedo prever que me va a crear dificultades, pero confío en superarlas. El vendedor, que en realidad tiene como principal actividad la reparación de tablas, me explica que tuvo una rotura, pero que allí donde él la reparó no volverá a romperse. “En caso contrario te devuelvo la plata”, me garantiza. “Las tablas se rompen, no importa si uno es principiante o experto, las tablas se rompen, es normal”, dice también. Me da varios consejos: usar remera oscura en vez de traje (“el traje dificulta los movimientos, siempre que puedo corro olas sin traje”); poner doble el cabito que une el leash a la tabla; sacar el leash todas las noches y guardarlo extendido; acostumbrarme a la tabla, barrenar un poco con ella y tratar de sentir su régimen de suspensión antes de largarme a surfar. También menciona la otra playa, además de la que yo suelo visitar, que según el viento es apropiada para el surf.
    -No hay tablas mágicas -asegura en relación con mi decisión de adquirir ésa-, para aprender hay que surfar todos los días, tres horas de tarde y tres de mañana. los surfistas no hacemos playa. Bajamos a correr olas y después nos volvemos.
    Esto último lo dice en referencia a los cuidados para la tabla, un objeto mucho más delicado de lo que uno pensaría. Debe protegérsela sobre todo del calor (del sol) y de los golpes. Dice todo esto mientras ajusta las tres quillas que lleva la tabla.
    De tarde hago mi primer ingreso al agua. Tal como los días anteriores, termino molido, a los crecientes dolores musculares en la espalda y los brazos se suman heridas y raspones en las rodillas, golpes en las manos, la impresión de que estuve a punto de rebanarme un dedo con una de las quillas, y una paspadura tal en la cara interna de los muslos y sobre la línea que delimita las dos mitades del escroto que casi no puedo caminar. Además, lo peor: mientras remo acostado sobre la tabla se me apachurran a tal punto el pito y los huevos que empiezo a sospechar que la versión según la cual los surfers son todos asexuales no es, como creía, un mito, cualidad que se debería a una lenta pero efectiva castración por maltrato genital... Al llegar a mi casa me devoro en siete minutos un quilo de pan. 

    De noche, en la cama, al irme durmiento, me vuelven las sensaciones del surf en el cuerpo, tal como me ocurría muchos años atrás al bañarme en el mar. Se siente delicioso.
 
   Día 5. De mañana acompaño a mi madre a la playa siguiente, donde le resulta más facil bañarse. Es un día luminoso de agua transparente y blanda, y mientras me deleito con la vista desde la costa, veo un tiburón: al levantarse una ola, veo que la atreviesa una sombra negra. La visión no dura más de dos segundos, suficientes sin embargo para distinguir un torpedo oscuro y subacuático de ca. dos metros en la pared de agua. En el breve instante inicial creo que es un surfista visto desde atrás, pero al toque sé que es un ejemplar escualo. Obviamente, siempre cabe la posibilidad de que no haya sido un tiburón, pero por lo que sé del mundo acuático, creo que lo era.
   De tarde entro al agua con la tabla. Para evitar los problemas de ayer me puse bajo el pantalón de baño un calzoncillo. De color blanco. Y salvo en el primer intento, en que encaro la maniobra con toda la energía, no llego ni a pararme en mi nueva tabla. Se me va toda la fuerza en luchar contra el mar y correr las olas, me agoto. Son dos sesiones de unos 40 minutos cada una, separadas por un descanso en la playa. En el agua me ubico un poco al margen de los demás surfistas. Su edad promedio es de 17 años, y sobre anchas tablas redondas, con lucientes trajes térmicos, hacen piruetas, haciendo evidente al mismo tiempo y sin proponérselo toda mi incompetencia.
    Al salir me encuentro con mi profe del día 1.
    -Elegí el camino duro -le cuento después de saludarlo-; me compré una 7,2. Así que por ahora no voy a tomar más clases.
    -Está bien -aprueba con una sonrisa alentadora-; tenés condiciones.
    El comentario me alegra. Ya en casa practico en la mesa de madera del quincho, muy ancha y sólida, el salto para ponerme de pie en la tabla, con lo que las heridas de las piernas y las bolas se intensifican.

    Dia 6. Aunque no enormes diferencias, siento sin embargo algunos progresos respecto de ayer, como si me fuera habituando de algún modo a la tabla y los movimientos. Además, ya no vuelvo tan agotado a tragarme un kilo de pan. A la tarde, al volver con la tabla a la playa, cae de visita un amigo (con mujer y dos hijos).
    -Me gustan los deportes de deslizamiento -le comento, evocando a mi todavía marido Sascha, a quien debo esa descripción-: nadar, esquiar, patinar sobre hielo y ahora surfar.
    No menciono el último de la serie, “coger”, porque está junto a nosotros el hijo de 11 años de mi amigo y me parece que lo burdo del chiste no es para su sensibilidad. Tampoco "conversar", porque no quiero que mi amigo piense que está practicando un deporte. 
    -Son todos deportes individuales -contesta, gracias a la última omisión.
    Mi hermano me dijo ayer que el surf es 90 por ciento exhibicionismo”, agrega; su hermano es psicólogo y terminó ayer sus vacaciones en la zona. Y es así que en presencia de mi amigo y su familia en vez de surfar hablamos del tema. También porque poco después llega mi propia hermana (con marido y dos hijos, también psicóloga y conocida del hermano de mi amigo), pero ella directo desde Buenos Aires, feliz de iniciar sus vaciones en el mar. El mayor de sus chicos estuvo incursionando en el surf el año pasado, en esta misma playa, y fue una de mis inspiraciones para probar suerte.
   Dia 7. Olas mínimas, muy nublado, frío. Voy al agua y hay progresos, mínimos pero igual estimulantes. Ya consigo sentarme de a ratos en la tabla y me resulta cada vez más cómoda. Así la voy, según creo, incorporando lentamente. También la prueba mi sobrino, pero no lo convence. Lo mejor del día, sin embargo, es que doy con el nombre que he estado buscando para ella: se llamará Pereciosa, nombre que encuentro perfecto por designar al mismo tiempo la belleza y la muerte (el universo).

martes, 8 de febrero de 2011

¿Nace un surfer?

De vacaciones en el mar uruguayo

   Tres días después de haber llegado a la playa, hoy tomo mi primera clase de surf. Aprendo el movimiento básico que hay que hacer para ponerse de pie sobre la tabla cuando ya se está montado en la ola. Primero me lo hacen practicar con la tabla sobre la arena. Me lo enseña un parco muchacho de tal vez 23 años, que refiere haber nacido en Minas, la ciudad uruguaya del agua mineral. Me da una tabla enorme, ancha como una vaca y que a mí, que mido 190, me supera en altura por lo menos por 60 centímetros. Antes de entrar al agua la frota con parafina, una goma blanda y blanca con la finalidad es facilitar el agarre a la tabla e impedir las patinadas.
    -Tenés buena velocidad -me alienta tras verme proceder un par de veces, ya en el agua, sobre la tabla.
    Más allá de unas pocas precisiones teóricas, o más bien de la descripción de los movimientos necesarios para surfar (así se dice acá, y quedó), la “clase” consiste en que el profe me sostiene la tabla más acá de la rompiente, y cuando viene la ola ya rota y echa espuma la empuja para que, mientras barreno con la tabla, trate de pararme. Lo consigo varias veces sin mayor dificultad. A los 40 minutos me explica que si uno quiere surfar y montarse a la ola antes de que rompa -como hacen de hecho los surfers- hay que remar con los brazos hasta que en un momento se siente “una acelaración”, y que ahí hay que ponerse de pie.
    Al irme le digo que volveré, y que posiblemente acepte su oferta de seis clases al precio de cinco para compartirlas con mi sobrino de 7 años que llega en unos días.
    De noche, muy entusiasmado, busco en internet páginas de surf. En lo poco y miserable que hay, aprendo que los surfistas son una cofradía mundial tan cerrada, competitiva y egoísta como cualquier otra, por ejemplo los bailarines de tango: se pelean por las buenas olas, mantienen secretas las mejores locaciones. Además constituyen un universo, que como todos no cesa de crecer en complejidad y formas de vidurria. Cuando yo empecé a bañarme en el mar, hace más de 30 años, era una rareza de excéntricos; hoy se practica masivamente en playas del mundo entero.