Una
vez superado el escollo del ex PM, que de todos modos marcó un hito
y se transformaría en repetido objeto de evocación y comentario, en
general de tono jocoso, la relación con el escandinavo entró en
otro carril. Su insistencia en vernos y la cantidad de mensajes que
me envía sólo se explican, pensaba yo, porque este chico, al no
tener ocupación, goza de un exceso de tiempo libre. Así como la
fascinación que manifiesta por mi persona responde a que acaba de llegar: en
cuanto vea los muchos que como yo pululan por la capital alemana, que
encima me superan en belleza, freakez y velocidad (en talento sólo
un puñado difícil de determinar, o tal vez ninguno), me dirá adiós
te recordaré mucho e
irá en busca de otra
piedra en que frotarse.
Y
de hecho, hubo un episodio que me sugirió que ya lo estaba haciendo:
una noche llegó a casa mucho más tarde de lo anunciado y tras darme
apenas un beso mariposa se tiró a dormir a mi lado, sin sacar a relucir nada
de su habitual fogosidad.
-¿De
dónde venís? -le pregunté entredormido.
-De
la casa de un amigo. Un pintor. Bah, dice él que es pintor -hizo un
gesto de desprecio-. Un rumano.
Hasta
ese momento no había mencionado que tuviera un amigo pintor ni
rumano, aunque me había detallado repetidamente su vida social en
Berlín, algo muy fácil dado su completo raquitismo. Tampoco volvió a
mencionarlo después. Ignoro lo que es sentir celos, no pienso en
términos de fidelidad (pocas nociones me son más extrañas) y
además no estoy en condiciones de exigir nada del estilo a nadie, por lo que
me dormí tranquilamente y, tal como él, no volví a mencionar el
tema.
Como sea, empezamos a vernos varias veces por semana, e incluso le
di una copia de las llaves de mi casa.
-Vení
cuando quieras -le dije.
-Me
encanta que nos veamos en otro sitio que no sea tu casa -me dijo él
un día, dejando claro que no me consideraba un objeto exclusivamente
sexual. Su declaración respondía puntualmente a la visita que hicimos
juntos a una las exposiciones más sonadas de la temporada cultural
alemana: Hilter y los
Alemanes, en el Museo
Histórico de Berlín, a cuya inauguración lo invité. Eran los días
en que mi casa conocía la primera y última visita de mi padre, lo
que me frenaba de invitar a Hamlet a dormir. Fue esa exposición, por otro lado, el primer sitio público de
concurrencia masiva donde me besé amorosamente con un hombre -quiero decir un sitio que no fuera una disco o
un bar donde también otros lo hacían-. Nunca había tenido la oportunidad.
-Me
acaba de mandar un sms un amigovio que tengo. Tiene 20 años -le
anuncié días después a mi padre en un café, bajo el sol helado de Berlín.
-Me
parece muy mal.
-Porque sos de derecha -contesté. Días antes había mencionado a Hamlet como al pasar, sin especificar que compartíamos la cama. Así se prepara el terreno.
-Porque sos de derecha -contesté. Días antes había mencionado a Hamlet como al pasar, sin especificar que compartíamos la cama. Así se prepara el terreno.
Mi
viejo no dijo una palabra más, aunque sé por años de tratarlo que
registró hasta el último detalle de la plática. Pero a él le cuesta -y a mí con
él un poco también- tocar temas sensibles.
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