Muchas veces me levanto temprano y hago café. Tengo un sistema viejo, que casi nadie usa porque la tecnología avanzó mucho en los últimos cien años, y seguramente mi modo de hacer el café es de los primeros que se usaron. Pongo el molido en un filtro de tela que se ve como una media —y al que por ese mismo motivo mucha gente llama así, “media”—. Cuando lo compré era blanco, con el primer uso le quedó una mancha de color café claro, y ahora casi se oscureció por completo. Tiene que estar seco para poner el café. Lo descuelgo de la llave de gas, donde normalmente suelo dejarlo después de haberlo enjuagado. Lo lleno de café, y una vez que el agua está en su primer hervor, levanto la pava y desde una buena altura la echo. Según mi experiencia, tiene que caer en una línea fina y fuerte, y pegar en el medio del filtro. Cada vez que hago esto, solo, en mi casa, por la mañana, me represento el movimiento del agua dentro del filtro. Pienso que cae con fuerza y al chocar primero con el café y después con la mezcla de café y agua hace presión sobre toda la superficie del filtro de manera uniforme.
Y
pienso también que estoy de pie, en la cocina de mi casa, solo, de
mañana, y que todos mis gestos hablan la lengua de la civilización,
en uno de los dialectos necesarios para hacer café. La misma lengua
que los artistas usan para pintar sus cuadros y los vigilantes de las
esquinas, bestezuelas capaces de decir “aváncele, aváncele”
durante horas con un megáfono.
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