miércoles, 27 de abril de 2011

2001 - Ciudad de México

uno de los tantos - hace 10 años

  Muchas veces me levanto temprano y hago café. Tengo un sistema viejo, que casi nadie usa porque la tecnología avanzó mucho en los últimos cien años, y seguramente mi modo de hacer el café es de los primeros que se usaron. Pongo el molido en un filtro de tela que se ve como una media —y al que por ese mismo motivo mucha gente llama así, “media”—. Cuando lo compré era blanco, con el primer uso le quedó una mancha de color café claro, y ahora casi se oscureció por completo. Tiene que estar seco para poner el café. Lo descuelgo de la llave de gas, donde normalmente suelo dejarlo después de haberlo enjuagado. Lo lleno de café, y una vez que el agua está en su primer hervor, levanto la pava y desde una buena altura la echo. Según mi experiencia, tiene que caer en una línea fina y fuerte, y pegar en el medio del filtro. Cada vez que hago esto, solo, en mi casa, por la mañana, me represento el movimiento del agua dentro del filtro. Pienso que cae con fuerza y al chocar primero con el café y después con la mezcla de café y agua hace presión sobre toda la superficie del filtro de manera uniforme.

  Pienso también en los años de adiestramiento que me llevaron a hacer el café de este modo. Conozco perfectamente, sin necesidad de hacer la menor consideración al respecto, la fuerza que necesito para levantar la pava (lo que se comprueba fácilmente si uno piensa en las ocasiones en que cree equivocadamente que la pava, una bolsa o cualquiera otra cosa cargable está llena cuando está vacía, trata de moverla y casi la hace volar), sé cómo ponerla para que la línea fina caiga directamente en el centro del filtro.
   Y pienso también que estoy de pie, en la cocina de mi casa, solo, de mañana, y que todos mis gestos hablan la lengua de la civilización, en uno de los dialectos necesarios para hacer café. La misma lengua que los artistas usan para pintar sus cuadros y los vigilantes de las esquinas, bestezuelas capaces de decir “aváncele, aváncele” durante horas con un megáfono.

  La lengua inevitable. La que usan los dictadores y los encargados de reprimir y encarcelar, la que también está en las leyes del código civil, en las telenovelas. Esa misma lengua que uso ahora, que comparto con la gente que detesto, los que repiten —reproducen y vomitan— el mundo en que vivimos, las empresas, la humillación y la pobreza. Y también la misma que usé cuando declaré mi amor, cuando despedí a mi hijo, cuando lloré en el teléfono. La civilización es mi lengua, la civilización que aborrezco, donde la libertad es un mito que nadie alcanza nunca, y el dinero la única constante.

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