lunes, 11 de abril de 2011

Cine Lorca – Nunca me abandones


   Voy al cine Lorca, mi sala más querida en Buenos Aires (tal vez hay otras que he frecuentado más o me resultan más prácticas, como el Gaumont, pero mi afecto mayor será siempre lorquiano, empezando por el nombre). Además de su innegable hermosura de otra época, hasta donde sé es el único cine del mundo donde se experimenta un encantador extrañamiento posicional: en la sala 2, la de arriba, pero sobre todo en la 1, la principal, a poco de estar sentado uno siente de pronto que el suelo, donde se apoyan los pies, está en posición vertical, mientras la espalda queda paralela a la superficie de la tierra. Esa sensación perfecta se debe, creo yo, al efecto óptico del revestimiento de las paredes, y en la sala de abajo se potencia por la concavidad del piso, que toca su sima en el centro del espacio. El Lorca, además, es glorioso por venir exhibiendo ya desde los años ‘80 títulos que estaban en el borde del circuito comercial, y muchas películas de tinte queer.
   Ahora vi en la sala 2 Nunca me abandones (Never let me go, Mark Romanek, Inglaterra, 2010, basada en una novela homónima de Ishiguro, de 2005), centrada en tres niños (dos chicas y un joven) a quienes se cría en Inglaterra, en un internado a la harry potter. Se los cría, sin embargo, no para que se integren a algún tipo de elite social sino para que de adultos vayan donando sus órganos hasta “completar” (es decir hasta morir), conforme los necesiten los pacientes del sistema de salud. La acción transcurre en los años 80 y 90 en Inglaterra, en una realidad que, excepto por el National Donor Programme (NDP) en que se enmarca la crianza de donantes, se deja describir como la nuestra. El internado de los protagonistas es una excepción en el marco del programa: al resto de los futuros donantes se los cría en “battery farms” (así se las nombra) como las que hoy se usan para cerdos y pollos. 
   Los tres personajes definen un triángulo amoroso que no tiene nada que envidiarle a una telenovela, cuyo verosímil exige gente mala y manipuladora (aunque esas formas de debilidad sean finalmente producto de la misma desesperación que también sentimos).
   En otro régimen ficcional se contaría la rebelión de los clones y cómo consiguen sustraerse al destino de donar hasta morir órganos a los humanos “auténticos”. Aquí no. No hay lugar para tales impulsos de liberación y autonomía. Y lo que en principio parece un anacronismo de la ciencia ficción (aunque siga desarrollándose en la práctica, la donación ha cedido su potencial de futuro y utopía a la generación de órganos o a su réplica), puede leerse como una alusión a las legiones de sirvientes y trabajadores (: los pobres) que diariamente nos donan sus órganos para que podamos seguir dándonos la gran vida. ¿O acaso no es cierto que los mineros, las mucamas, los basureros etc. mueren antes, ven peor, sufren mucho más de los riñones y el bazo o lo que sea que quienes acostumbran visitar spas? 
   La gente no aceptaría volver a morir de cáncer o quedarse ciega; diría sencillamente que no” a la interrupción del NDP, dice la directora del colegio para explicar que es inútil debatir si corresponde salvar de algún modo a los donantes. De igual modo se ha clausurado, hace décadas, la discusión sobre los pobres: “la gente no aceptaría tener que limpiar su propia mierda; diría sencillamente que no”. No es el único aspecto en que  la película (la historia que está detrás, la novela) refrenda su espesor.   

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