jueves, 6 de diciembre de 2012

la lluvia en los ‘80

   Entre mis mejores memorias del colegio secundario está una tormenta como la de hoy, espectacular, implacable. Lluvias así hay sólo dos tal vez tres por año, que dan vuelta las veredas, producen pérdidas que no vuelven a encontrarse y paralizan el transporte, dejando miles de hogares sin luz y hasta cadáveres.
   A la hora de entrar al colegio (07 45) apenas lloviznaba ese día, pero en seguida se desató un diluvio tan oscuro que parecía la noche, así que a media mañana las autoridades ya habían decidido abortar y nos largaron. A circular cual manga de zombies adolescentes y mojados por el microcentro. Hoy no lo harían por terror a las reacciones de los padres que como poseídos los acusarían de entregar sus indefensos hijos a los peligros subacuáticos: cables electrocutadores y peligrosos objetos flotantes o sumergidos, pozos, hundimientos, alcantarillas aspiradoras etc, y eso para no hablar de los inadaptados sociales que podrían aprovechar la momentánea suspensión de la ley para cometer abusos de toda índole. Pero eran otras épocas, y ni siquiera mi madre, que ha vivido en el terror a las tormentas, recuerda hoy el día, tan ensimismada estaría en el vértigo que iba a destruir su vida.
   Ese año empezaba a estrecharse mi relación con algunos compañeros de curso, proceso que se extendería por dos décadas. Venía de separarme de la novia con quien había pasado de la mano todo primer año y a quien estaba seguro de seguir amando (aunque me había dado cuenta de ello sólo después de haberla dejado con la mayor frialdad; hoy me gustaría recuperar el sentimiento, pero es imposible saber cómo sentía ese amor). Separarme me había apartado también del mundillo politizado intelectual transdivisional que habíamos frecuentado juntos (pero ella más), y de a poco me había ido volcando hacia los frívolos de mi propia división,* unos descerebrados que si salían del aula era para ir al kiosquito o al baño, siempre en grupo. Eran los bobos, las personalidades más convencionales y menos rutilantes de todo el año. Con el tiempo llegaría a amarlos con todo mi corazón y los llamaría sin sombra de duda mis amigos, los únicos capaces de soportar la denominación.
secretos en la lluvia
   Varios de ellos vivían para el mismo lado que yo, y nuestra tenue amistad fue posible gracias al subterráneo, a las siete u ocho estaciones que compartíamos y entre las que durante meses los miré empujarse de los asientos, impedirle abandonar el tren al que bajaba primero, secuestrarse los bolsos, las bufandas, etc. y otras equivalentes (cuando quise participar ya dejaron de hacerlas)
El día de la lluvia encaramos juntos el camino a casa. Al empezar la marcha el agua nos daba al tobillo, después de unas cuadras ya era la rodilla y cuando llegamos a cruzar carlos pellegrini nos llegaba al muslo. Era apenas marzo o a lo sumo abril, hacía un calor de sudar bajo el agua y era de lo más estimulante estar semisumergidos en la lluvia torrencial, nos reíamos empapados y chapotéabamos. La correntada nos daba trabajo y junto con el agua sucia nos impedía ver con claridad dónde poníamos los pies, así que nos ayudábamos mutuamente a vadear los pasos difíciles y evitar los remolinos. Uno de los chicos se patinó o en la chacota lo empujó alguien y cayó de espaldas. Quedó apoyado en los codos, con sólo la cabeza y las rodillas afuera del agua, la lluvia azotándole la cara. Los demás nos fuimos echando a su lado para no dejarlo solo. Tardamos más de dos horas en salir del centro. Los zapatos nunca se repusieron a la inmersión, y las carpetas se deshicieron bajo la lluvia, se las llevó el agua. Cuánto nos divertimos. Es uno de los días que elegiría repetir en una segunda versión de mi vida.

*Me pasa igual ahora, he vuelto a la vida fronteras adentro.

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