I
-Se
está muriendo el petiso -es lo segundo que me dice Checho, mientras
todavía estoy bajando las cosas del auto-.
Es
el dueño del campo lindero, que estaba trabajando y cuando me vio
llegar dejó todo y se acercó. Aunque me lleva pocos años, la dura vida de trabajo agropecuario -contrajo brucelosis hace décadas-,
sumada a que ni la literatura ni las drogas ni las ideas modernas
sobre cuerpo & mente/cerebro han influido en su visión del mundo, ha hecho de
él un hombre adolorido y rígido. De jóvenes o adolescentes
teníamos una relación amistosa que nunca alcanzó intimidad. Con
mis hermanas y primxs sospechamos que en circunstancias sociales más
propicias habría tenido la felicidad de explorar formas disidentes de lo sexoafectivo; un verano en la prehistoria me dio
incluso la impresión de que estaba a punto de decirme algo del
estilo, pero se frenó (“no, bueno, mejor
prefiero no contarte”, se refugió en su silencio inexpugnable,
algo de lo es difícil que se haya arrepentido, dado que desde
entonces nuestro vínculo no hizo más que adelgazar). Al tiempo se
casó con una muchacha de ascendencia alemana y tuvieron una hija. Un año o cosa así después ella tuvo una crisis emocional muy aguda, y desde entonces casi no sale de la casa, se ocupa en las labores domésticas y para tener un
ingreso extra trabaja de ponerle la tapita a envases de témpera
vacíos, que serán después rellenados por detrás y vendidos a alumnos de
primaria. Le pagan tipo 3 centavos por envase. Mientras hace eso mira
televisión, telenovelas, tiene a sus pies una bolsa enorme llena de
tapitas, otra de envases, y otra donde echa los pares enroscados.
-Lo
vi -le contesto; vino a hablarme del petiso-, pero me pareció que ya
estaba muerto.
-Hoy
a las tres todavía estaba vivo. Se había caído en el
camino y lo moví al costado para que no estorbara. Le acerqué unas
plantas de maíz y alargó un poco la boca. Pero no sé si habrá
comido algo.
Lo
dejó ahí donde yo lo vi al entrar, un bulto parduzco con aire de cachivache tirado junto al
camino. Mi primo lo compró hace diez años o
más para que las nuevas generaciones -sus hijxs, mis sobrinxs-
hicieran sus primeras experiencias equinas. Ya entonces era anciano,
nunca lo vi galopar ni trotar, y en los últimos tiempos apenas
caminaba, tenía los ojos rodeados de puses y sólo unos dientes
romos arriba y abajo en la mandíbula. De este invierno no pasás, le
veníamos augurando año a año, y ahora parece que los primeros
fríos ejecutaron al fin la sentencia.
Le
repito que para mí ya está muerto. Me propone ir a verlo. Nos
lanzamos a caminar en la tarde fría y radiante, con el sol de
frente, por la huella de entrada. El animal sigue como lo vi, inmóvil
sobre el suelo, pero al llegar Checho le da una patada en el casco de
una mano y cobra movimiento. Da una trabajosa respirada, se
estremece. Si se mira con atención se ve cómo le late la piel en el
costado, cerca de la axila, si es que ese rincón anatómico existe
en los caballos.
-Ves
-me dice-, todavía está vivo. Pero no probó las plantas que le
traje. Se ve que ya no tiene fuerzas ni para comer. Habría que
matarlo, para que no sufra.
-No
creo que pase de la noche. El frío lo va a liquidar.
-En
el campo dicen que cuando un caballo está muriendo hay que matarlo
para evitarle sufrimiento. Hay un verso famoso. Cómo es... Cómo
va a pedirme que le pegue un tiro si lo vi nacer, si me hice su amigo
y le enseñé a pacer...,
es el peón que se niega a matar al caballo, aunque en ese caso es
que el animal se mancó y el patrón le pide que lo sacrifique. No es
que está viejo, como éste. Pero la costumbre en el campo es
matarlos para que no sufran.
El
ojo del petiso que mira al cielo está abierto y las moscas celebran
en su gelatina viscosa un concurridísimo congreso, otra de cuyas
sedes es la oreja del mismo lado. Uso una de las plantas de maíz que
el animal ya no comerá para cubrirle esas partes, para eliminarle al
menos esa molestia que de todos modos ni debe ya sentir, reducido
como ha de estar a la mínima ensoñación de sus últimos suspiros.
-Yo
lo mataría, pero cómo -digo-. Si tuviera una pistola lo mataría.
-El
arma la tengo en el pueblo, la puedo traer mañana. Si sigue vivo lo
matamos.
-Y
si no cómo podemos hacer.
-A
palazos.
-No,
a palazos no -me niego porque recuerdo un ternero que hace años, en
mi adolescencia, había nacido mogólico o espástico y había que
sacrificar, pedí matarlo y quise probar hacerlo a mazazos como tenía
idea de que se hace en los mataderos; le pegaba en la cabeza una y
otra vez, golpes secos en la base de la nuca con una maza pesada y
negra pero sólo lograba quebrarle los huesos y arrancarle mugidos de
dolor deficiente mental. No quiero repetir esa experiencia de
tortura-, de última lo degollamos, voy a buscar un cuchillo a casa.
Pero
tampoco creo que sea tan fácil; me acuerdo una vez llegamos de tarde y
adelante en la manga habían dejado un novillo caído, se les había
quebrado y lo habían tirado ahí a que muriera solo. Era verano y el
pobre animal había quedado como una semana entera sin moverse, sin
agua. Ya todo el lado que tenía apoyado contra el suelo, la lengua y
la pata quebrada estaban agusanados. A pesar de eso todavía podía
mugir. Me imagino el delirio que sería su vida. Lo maté con una
cuchilla, pero no salió de una, tuve que buscarle la yugular y no se la encontraba, tuve que hundirle el facón hasta el fondo varias veces para matarlo.
Mientras
rememoro, el petiso vuelve a respirar un estertor. Tengo que hacer un
esfuerzo mayor al imaginado para deslizarle mi pie casi
completo debajo del cuello, y a los pocos instantes siento en todo el
empeine el calor de la bestia muriente, que me traspasa el calzado. A partir de ese momento ya no hay más
respiraciones, como si esa mínima dificultación del paso del aire
hubiera bastado para inclinar la balanza. El latido que se veía en
el pecho se convierte a los minutos en un temblor veloz que captura la
panza y se extiende hacia el resto del cuerpo, hacia las patas,
amortiguándose. El animal se pone tenso, se estira íntegro.
|
el toque asesino |
-Se muere -dice el Checho.
Abre la boca, separa los labios, saca los dientes, se estira sin fin. Las
patas sobre todo estira. Y ahí queda. Inmóvil. Mañana de mañana
va a estar rígido y frío. Ya se fue, cruzó, lo que sea.
-Bueno,
lo hemos visto morir, al menos no murió solo -dice el Checho como si
fuera un ser querido, le falta la gorra en la mano-.
Los
otros tres caballos que hay en el potrero se acercaron. Uno es un
potrillo hermoso que nació en primavera. Es confianzudo y se acerca
a olernos, descubre las plantas verdes de maíz y se las come.
-La
vida que termina y la vida que empieza -digo lo que sale al paso.
Detrás
aparece la madre del potrillo. “Sos yegua Marta” pienso porque
echa a su cría y se acapara las plantas de maíz.
-Querés
venir un rato a casa a tomar unos mates -le digo al Checho.
Es
medio tarde y pronto va a oscurecer, y él se vino desde el pueblo en
moto, pero igual acepta. Hace años que no tenemos un tete a tete,
siempre hay alguien más, en general gente que anda conmigo, familia
o amigos.
II
Mientras
se calienta el agua prendo el fuego en el hogar, se ve que la noche
va a ser fría. Checho cuenta algunas cosas de su vida, me dice que
su hija -que ya es grande y estuvo también en el
histórico recital que se hizo en la misma ciudad donde estudia
Bioquímica- está bien y que su mujer también, siempre con sus
tubitos de témpera.
-¿Y
vos, en qué andás? -pregunta entonces, dejando con su pregunta una
puerta abierta que tras alguna vacilación -que tiene forma de un
somerísimo repaso por mis monótonas circunstacias
sociolaborhabitacionales- decido atravesar.
-Tengo
un novio. Un chico -digo marcando bien la “o”-. Pero no vive acá
sino en etc.
Le
doy detalles de cómo
lo conocí y de cuando vivimos juntos en mi casa de Buenos Aires;
me asegura que está todo bien y pregunta cómo reaccionó mi
familia. “¿Y tu papá qué dijo? Porque las mujeres, bueno, son
más permisivas”.
-Justamente
hace unos días me enteré de una persona de acá que es homosesual-
dice después.
-¿Ah,
sí? Hombre o mujer
-No,
no, hombre -dice como si otra cosa fuera imposible-. Un hombre
grande, ya viejo, y hace poco supe que vivió así toda la vida, con
otro. Estaba en la sala de espera del médico y el tipo hablaba
conmigo, medio que se me arrimaba, pero bien, porque estaba lleno de
gente, me tocaba los brazos. Mis compañeros después me dijeron por
qué.
Se
hizo de noche, no prendí los faroles y estamos conversando al
resplandor del fuego en el hogar.
Después
no sé cómo terminamos hablando de la
mayor desgracia de los últimos treinta años, según la describo,
y pregunta cómo digo eso, de la iglesia, de la muerte de Dios.
Cuando se va me asegura que al día siguiente vendrá con su
camioneta y juntos cargaremos el cadáver para lleverlo lejos, a
alguna zanja donde no contamine el aire ni el agua. Por mi parte le
pido que maneje con cuidado la información que le di. Algo que nunca
diría alguien que revelara un noviazgo heterosexual. Pero bueno, ya
era hora de que se supiera en el campo.