jueves, 29 de mayo de 2014

sos yegua marta

I

   -Se está muriendo el petiso -es lo segundo que me dice Checho, mientras todavía estoy bajando las cosas del auto-.
   Es el dueño del campo lindero, que estaba trabajando y cuando me vio llegar dejó todo y se acercó. Aunque me lleva pocos años, la dura vida de trabajo agropecuario -contrajo brucelosis hace décadas-, sumada a que ni la literatura ni las drogas ni las ideas modernas sobre cuerpo & mente/cerebro han influido en su visión del mundo, ha hecho de él un hombre adolorido y rígido. De jóvenes o adolescentes teníamos una relación amistosa que nunca alcanzó intimidad. Con mis hermanas y primxs sospechamos que en circunstancias sociales más propicias habría tenido la felicidad de explorar formas disidentes de lo sexoafectivo; un verano en la prehistoria me dio incluso la impresión de que estaba a punto de decirme algo del estilo, pero se frenó (“no, bueno, mejor prefiero no contarte”, se refugió en su silencio inexpugnable, algo de lo es difícil que se haya arrepentido, dado que desde entonces nuestro vínculo no hizo más que adelgazar). Al tiempo se casó con una muchacha de ascendencia alemana y tuvieron una hija. Un año o cosa así después ella tuvo una crisis emocional muy aguda, y desde entonces casi no sale de la casa, se ocupa en las labores domésticas y para tener un ingreso extra trabaja de ponerle la tapita a envases de témpera vacíos, que serán después rellenados por detrás y vendidos a alumnos de primaria. Le pagan tipo 3 centavos por envase. Mientras hace eso mira televisión, telenovelas, tiene a sus pies una bolsa enorme llena de tapitas, otra de envases, y otra donde echa los pares enroscados.
    -Lo vi -le contesto; vino a hablarme del petiso-, pero me pareció que ya estaba muerto.
   -Hoy a las tres todavía estaba vivo. Se había caído en el camino y lo moví al costado para que no estorbara. Le acerqué unas plantas de maíz y alargó un poco la boca. Pero no sé si habrá comido algo.
   Lo dejó ahí donde yo lo vi al entrar, un bulto parduzco con aire de cachivache tirado junto al camino. Mi primo lo compró hace diez años o más para que las nuevas generaciones -sus hijxs, mis sobrinxs- hicieran sus primeras experiencias equinas. Ya entonces era anciano, nunca lo vi galopar ni trotar, y en los últimos tiempos apenas caminaba, tenía los ojos rodeados de puses y sólo unos dientes romos arriba y abajo en la mandíbula. De este invierno no pasás, le veníamos augurando año a año, y ahora parece que los primeros fríos ejecutaron al fin la sentencia.
   Le repito que para mí ya está muerto. Me propone ir a verlo. Nos lanzamos a caminar en la tarde fría y radiante, con el sol de frente, por la huella de entrada. El animal sigue como lo vi, inmóvil sobre el suelo, pero al llegar Checho le da una patada en el casco de una mano y cobra movimiento. Da una trabajosa respirada, se estremece. Si se mira con atención se ve cómo le late la piel en el costado, cerca de la axila, si es que ese rincón anatómico existe en los caballos.
    -Ves -me dice-, todavía está vivo. Pero no probó las plantas que le traje. Se ve que ya no tiene fuerzas ni para comer. Habría que matarlo, para que no sufra.
    -No creo que pase de la noche. El frío lo va a liquidar.
   -En el campo dicen que cuando un caballo está muriendo hay que matarlo para evitarle sufrimiento. Hay un verso famoso. Cómo es... Cómo va a pedirme que le pegue un tiro si lo vi nacer, si me hice su amigo y le enseñé a pacer..., es el peón que se niega a matar al caballo, aunque en ese caso es que el animal se mancó y el patrón le pide que lo sacrifique. No es que está viejo, como éste. Pero la costumbre en el campo es matarlos para que no sufran.
    El ojo del petiso que mira al cielo está abierto y las moscas celebran en su gelatina viscosa un concurridísimo congreso, otra de cuyas sedes es la oreja del mismo lado. Uso una de las plantas de maíz que el animal ya no comerá para cubrirle esas partes, para eliminarle al menos esa molestia que de todos modos ni debe ya sentir, reducido como ha de estar a la mínima ensoñación de sus últimos suspiros.
    -Yo lo mataría, pero cómo -digo-. Si tuviera una pistola lo mataría.
  -El arma la tengo en el pueblo, la puedo traer mañana. Si sigue vivo lo matamos.
    -Y si no cómo podemos hacer.
    -A palazos.
    -No, a palazos no -me niego porque recuerdo un ternero que hace años, en mi adolescencia, había nacido mogólico o espástico y había que sacrificar, pedí matarlo y quise probar hacerlo a mazazos como tenía idea de que se hace en los mataderos; le pegaba en la cabeza una y otra vez, golpes secos en la base de la nuca con una maza pesada y negra pero sólo lograba quebrarle los huesos y arrancarle mugidos de dolor deficiente mental. No quiero repetir esa experiencia de tortura-, de última lo degollamos, voy a buscar un cuchillo a casa.
    Pero tampoco creo que sea tan fácil; me acuerdo una vez llegamos de tarde y adelante en la manga habían dejado un novillo caído, se les había quebrado y lo habían tirado ahí a que muriera solo. Era verano y el pobre animal había quedado como una semana entera sin moverse, sin agua. Ya todo el lado que tenía apoyado contra el suelo, la lengua y la pata quebrada estaban agusanados. A pesar de eso todavía podía mugir. Me imagino el delirio que sería su vida. Lo maté con una cuchilla, pero no salió de una, tuve que buscarle la yugular y no se la encontraba, tuve que hundirle el facón hasta el fondo varias veces para matarlo.

    Mientras rememoro, el petiso vuelve a respirar un estertor. Tengo que hacer un esfuerzo mayor al imaginado para deslizarle mi pie casi completo debajo del cuello, y a los pocos instantes siento en todo el empeine el calor de la bestia muriente, que me traspasa el calzado. A partir de ese momento ya no hay más respiraciones, como si esa mínima dificultación del paso del aire hubiera bastado para inclinar la balanza. El latido que se veía en el pecho se convierte a los minutos en un temblor veloz que captura la panza y se extiende hacia el resto del cuerpo, hacia las patas, amortiguándose. El animal se pone tenso, se estira íntegro. 
el toque asesino
   -Se muere -dice el Checho. 
   Abre la boca, separa los labios, saca los dientes, se estira sin fin. Las patas sobre todo estira. Y ahí queda. Inmóvil. Mañana de mañana va a estar rígido y frío. Ya se fue, cruzó, lo que sea.
   -Bueno, lo hemos visto morir, al menos no murió solo -dice el Checho como si fuera un ser querido, le falta la gorra en la mano-.
   Los otros tres caballos que hay en el potrero se acercaron. Uno es un potrillo hermoso que nació en primavera. Es confianzudo y se acerca a olernos, descubre las plantas verdes de maíz y se las come.
    -La vida que termina y la vida que empieza -digo lo que sale al paso.
Detrás aparece la madre del potrillo. “Sos yegua Marta” pienso porque echa a su cría y se acapara las plantas de maíz.
    -Querés venir un rato a casa a tomar unos mates -le digo al Checho.
    Es medio tarde y pronto va a oscurecer, y él se vino desde el pueblo en moto, pero igual acepta. Hace años que no tenemos un tete a tete, siempre hay alguien más, en general gente que anda conmigo, familia o amigos.

II
   Mientras se calienta el agua prendo el fuego en el hogar, se ve que la noche va a ser fría. Checho cuenta algunas cosas de su vida, me dice que su hija -que ya es grande y estuvo también en el histórico recital que se hizo en la misma ciudad donde estudia Bioquímica- está bien y que su mujer también, siempre con sus tubitos de témpera.
   -¿Y vos, en qué andás? -pregunta entonces, dejando con su pregunta una puerta abierta que tras alguna vacilación -que tiene forma de un somerísimo repaso por mis monótonas circunstacias sociolaborhabitacionales- decido atravesar.
    -Tengo un novio. Un chico -digo marcando bien la “o”-. Pero no vive acá sino en etc.
   Le doy detalles de cómo lo conocí y de cuando vivimos juntos en mi casa de Buenos Aires; me asegura que está todo bien y pregunta cómo reaccionó mi familia. “¿Y tu papá qué dijo? Porque las mujeres, bueno, son más permisivas”.
  -Justamente hace unos días me enteré de una persona de acá que es homosesual- dice después.
    -¿Ah, sí? Hombre o mujer
   -No, no, hombre -dice como si otra cosa fuera imposible-. Un hombre grande, ya viejo, y hace poco supe que vivió así toda la vida, con otro. Estaba en la sala de espera del médico y el tipo hablaba conmigo, medio que se me arrimaba, pero bien, porque estaba lleno de gente, me tocaba los brazos. Mis compañeros después me dijeron por qué.
    Se hizo de noche, no prendí los faroles y estamos conversando al resplandor del fuego en el hogar.
    Después no sé cómo terminamos hablando de la mayor desgracia de los últimos treinta años, según la describo, y pregunta cómo digo eso, de la iglesia, de la muerte de Dios. Cuando se va me asegura que al día siguiente vendrá con su camioneta y juntos cargaremos el cadáver para lleverlo lejos, a alguna zanja donde no contamine el aire ni el agua. Por mi parte le pido que maneje con cuidado la información que le di. Algo que nunca diría alguien que revelara un noviazgo heterosexual. Pero bueno, ya era hora de que se supiera en el campo.

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