a ellos les hace bromas |
Recuerdo dos
interacciones con él que excedieron el saludo fallido. En una
ocasión no había agua fría en el vestuario y era prácticamente
imposible usar las duchas sin pelarse la piel, porque la caliente
salía a 95 grados. Al bajar al natatorio le pregunté por la
situación y me dijo que era un problema sólo del vestuario de
hombres.
-Ah, entonces al salir
me ducho en el de mujeres.
-¡No, no, no!
-contestó rápido, ofuscado, sorprendido, como si lo
estuviera ofendiendo- cómo vas a hacer eso. Está prohibido.
Al terminar de nadar,
en un recodo que escapa a su campo visual, tomé la bifurcación al
vestuario de mujeres. Me sorprendió que las duchas estuvieran en
cubículos independientes provistos de una cortinita para guardar la
intimidad (en el de hombres son una hilera de regaderas que brotan la
pared, de modo que cuando nos duchamos varios al mismo tiempo te
salpica el agua que pega en el cuerpo de al lado). No había nadie a
la vista (era sábado temprano) y me duché sin problemas, con la
cortina cerrada. Al salir vi otras dos duchas ocupadas
pero abandoné el vestuario sin que nadie sospechara mi presencia ahí
y con la satisfacción de haber hecho lo lógico y correcto (de
encontrarme con alguna mujer, lo tenía previsto, me habría disculpado, evitando mirarle las partes). Me fui con la idea de que el
guardavidas era un nabo que prefería cumplir con una norma
decimonónica a facilitar la solución para el incómodo problema del
agua fría.
El otro intercambio fue
en una época en que sacaron el reloj de la pared, instrumento al que recurro mucho porque para medir lo que nado no cuento los
metros sino el tiempo: tras media hora ininterrumpida, que cierro con
dos largos de mariposa, salgo sin considerar cuántas
piletas hice, el número no me importa. Sin el reloj, el único modo de
verificar la hora era preguntarla, y en general la persona más a
mano para eso era el guardavidas. Me contestaba entre soplidos y
encima cualquiera cosa, una hora que no era. El único fin de esta
conducta era desalentarme, y lo consiguió: dejé de preguntarle.
Esto viene a cuento de
que hoy fui a nadar. Llegué temprano, apenas ocho minutos después
del horario de apertura.
-Juan se retrasó -me
dijo la chica del mostrador-, va a abrir diez y media.
No es la primera vez
que pasa y me senté a esperar, resignado, a Juan. Que resultó ser
el guardavidas. Se ve que también tiene a cargo el mantenimiento del
natatorio, porque llegó con unos bidones de lavandina de 30 l que
tuvo que trasladar desde el estacionamiento hasta la pileta, trayecto
largo y accidentado, con varios tramos de escalera. Lentamente,
mientras él transportaba bidones, pasé al vestuario y me fui
cambiando, me duché y al salir para encarar la pileta vi que subía.
Me puse en el paso para que no pudiera evitar el contacto visual.
-Hola, ¿ya se puede
bajar? -pregunté, el tipo me había visto pero con su mirada esquiva
no me había dado la oportunidad de saludarlo-.
-Esperá que termino de
no sé qué no se cuánto unas cosas -masculló sin detenerse-.
Esperé hasta que dio paso,
bajé y me quedé muy obediente al lado del agua, igual que otros
dos, hasta que terminó con los bidones.
-Pueden entrar -dijo
entonces-.
Nadé mi media hora
guiado por el reloj de pared, que hace poco volvió a su lugar, y
salí del agua.
-Chau, gracias -dije mi
saludo de siempre, al pasar ante la mirada errante del hombre.
-Chau -contestó.
Pero al
segundo, para mi completa sorpresa, agregó: "¿Querés un mate?"
-¡Buenísimo el mate!
-le dije al devolvérselo-.
Mi entusiasmo y
pronunciación estuvieron tal vez un punto más arriba de lo necesario.
Pero bueh, es comprensible que después de tantos años de esperar
una señal de buena onda haya manifestado una alegría exagerada. Así que el amargo del piletero y
guardavidas ahora me convida mate. ¿Será el inicio de una amistad?