lunes, 2 de mayo de 2016

las de arriba y las de abajo II

a quién le importa
   Un medio amigo medio figura de la literatura académica -que no sé bien qué será pero sí qué no es- formó familia con una chica encantadora hija de oligarcas. En la reunión que precedió a su última partida a Europa (a donde viaja como investigador becado), ocupó 78% de su conversación (y gran parte de la nuestra) en desarrollar un tema que ya ha tomado, según se vio, muchas más horas de su vida: la chetez -el ser chetx-. Una vez que consiguió circunscribir la extensión del término a quienes son oligarcas por herencia y desestimó otros de sus usos y definiciones, caracterizó por ejemplo la conversación de los chetos en almuerzos y cenas. Consiste, contó, en un repaso de las relaciones de amistad y parentesco cuya finalidad evidente (no dio índices
célebre. académico. francés
de haber considerado otras, no evidentes) se agota en esa misma enumeración: “No hay anécdota”, repetía al mismo tiempo fascinado y crítico. También refirió haberle contestado a su suegro “por supuesto que no” a la pregunta “¿pero acaso no pertenecemos ambos a la misma clase social?”, pregunta que de acuerdo con su relato él mismo habría sugerido -provocado- en el sereno oligarca. “Todos están muy lindos, mis grasitas”, nos escribió al día siguiente un wasap, a modo de recuento amable de la noche.
   Más allá de la comprensible fascinación que provocaría en cualquiera ser testigo y partícipe de un universo tan texturado (definió al menos a dos de sus habitantes como “librescos”, y creo que compartiría su opinión), el caso se suma a la incontable lista de quienes además de cartografiar de modo inevitable en clases el universo social, no pueden evitar hacer de ello una función ontológica. Así, la chetez no es una cualidad asequible: “no se puede devenir cheto”, aseguró, “se es de origen o no se es” (y no obstante, aunque hoy sea incapaz de verlo, él mismo ha llegado a serlo gracias a que gestó un vástago heredero forzoso de esa estirpe: ese nieto es la clave alquímica de su ontología: ¡qué horror!).
   ¿De dónde viene esta fijación con la explicitación e intervención de la clase en las relaciones sociales? Tal vez sea la herencia más invisible de la tradición francesa, que de todas las europeas es la más obsesionada con la nobleza (cf. Le Rouge et le Noir, cifra de esa decadencia esplendorosa). En línea análoga, María Moreno escribe haberse dicho a sí misma “Qué boluda sos, pobre burguesita”* cuando estando en una combi con “mujeres de clases populares” familiares de presidiarixs, cayó en la cuenta de que la integración que había imaginado con ellas había sido una fantasía voluntariosa, revelada como tal en el momento en que las otras supieron que no tenía a nadie adentro (del penal). Lo que se frustró en este caso fue la “fantasía de fusión con el pueblo” y no -como en el del literato- con la estirpe oligarca.
   Se la viene practicando tanto, que la cartografía social en estos términos es una obviedad burda. Y como tal, sus efectos comparables a los del sectario “Monumento a los judíos asesinados de Europa” que se alza en Mitte, Berlín, desconmemoración para todos los asesinados que no se hayan reconocido judíos y, por eso mismo, refundación exacta del racismo que sirvió para articular los asesinatos.
   Efectos preferibles a los de proletarizarse o fusionarse con el pueblo o con la oligarquía y la aristocracia tendría dar a la propia existencia (que pasa por la
soy una hoja ancha. a quién le importa
ropa y los consumos culturales, el uso de los bienes, la circulación por la ciudad etc etc etc) modalidades que no admitan ese rasgado. Idealmente, la distinción aristocrática burguesa proletaria perdería su pertinencia en el mapeo del universo social, transmutada en una complejidad tal -eso es entre otras cosas una tal transformación de la propia cultura: lo queer- que en definitiva la pregunta fuera, con la mayor de las franquezas, ¿a quién le importa?

*“Hacerse de abajo”, en Subrayados, BsAs, Mar dulce, 2013. Pp. 155-158