miércoles, 29 de junio de 2016

crematorio

   Días atrás murió Inés, quien fuera jefa de trabajos prácticos el tiempo breve -me lo parece hoy, entonces era la eternidad- en que fui docente de Semiología en el CBC. Una mujer joven, con hijos recién veinteañeros. La diferencia de generaciones y caminos explica que nunca hayamos sido íntimos, pero el indeleble cariño mutuo se confirmaba cuando nos veíamos, como cuando me visitó unos días en mi casa de Berlín. Estaba enferma desde hacía años, y si bien dos semanas atrás leí un correo suyo donde dejaba entrever que su muerte estaba cerca, no pude prever que fuera a suceder tan rápido. Planeaba visitarla y llevarle un cuento, hasta lo imprimí, sobre la idea de la lengua perfecta (era lingüista y lexicógrafa) que además de nombrarla tiene como condición de posibilidad el trabajo que hicimos juntas; quise que lo viera publicado, pero fue rechazado por una revista electrónica. 
   Me enteré de que había muerto por e-mail y junto con Pablo, amigo común también de aquella época, asistimos a la despedida del cajón en el crematorio de la Chacarita. Al llegar me abrazaron antiguos conocidos, en particular una colega y amiga suya. Se echó a llorar y con sus lágrimas me convirtió: no dejé de verter hasta un rato después de haberme ido. Cuando habló la hija de Inés (quien aunque no me conoce hace cuatro años invitó a mi novio Hamlet a recorrer en plan turismo las galerías enterradas de nichos y las tumbas de la misma Chacarita donde nos vimos ayer) tuve un acceso incontrolable que llegó a la convulsión. Lloré obviamente por su muerte, tan triste y prematura, pero también por la mía (la nuestra) que no cesa de ocurrir, por la juventud y las ilusiones felices de épocas idas, los pimpollos malogrados del amor, todo lo que el tiempo se devora. Mientras la chica hablaba en la tarde helada y ventosa, bajo la luz oscurecida de las nubes, se me acercó uno del cementerio a decirme que el tiempo se había acabado y por favor se lo comunicara a la oradora porque había gente esperando. “Sí, ya le digo”, contesté sin intenciones (ni potestad) de intervenir y con la esperanza de que terminara rápido.
   No vi llorar a los deudos más próximos. Tampoco a nadie del grupo bastante numeroso que llegó con ellos en los autos de la funeraria. Con Pablo supusimos que venían del velatorio, donde ya habrían tenido mucha ocasión de hacerlo. “Para eso son los velorios”, rubricó él.
   Después caminamos con mi amigo hasta su casa. Cocinó huevos poché con arroz, y de postre cortó queso con dulce de batata marmolado y me hizo un café superior. Conversamos un rato largo, saludé a las hijas, hermosas, frescas. Nos acordamos de Inés diversamente, él de su peculiar humor, lo graciosa que llegaba a ser.
   Junto a los hornos, imprevisiblemente, hice también algo por mi incierto futuro y mi presente inestable: crucé unas palabras con la figura central, insoslayable y señera de la Lingüística latinoamericana. Me enteré de que te estás por jubilar, le dije, y te están preparando un volumen homenaje (no le dije cuánto lo merece). Cómo estás, qué estás haciendo, preguntó ella. Nada, contesté, así que si necesitás un docente en semiología... Ya no tenemos ese espacio, dijo con una sonrisa, ¡qué lástima! Le dije que estaba escribiendo, y quedamos en que le mandaría el cuento que había impreso para Inés y guardaba ahí mismo en mi bolso para dárselo a Pablo, a quien también designa.