jueves, 5 de julio de 2018

lo más



-Los yanquis y los europeos, los israelíes... los rusos, los coreanos… ¡se
altos faroles
dedican
todos a la guerra! Pero los chinos en cambio... son muy astutos: no se meten en ninguna guerra, a lo único que se dedican es a hacer negocios.
Se lo escucho decir mi tío político segundo, él escribe artículos de opinión (op-ed pieces, en la jerga de ellxs) sobre política internacional para prestigiosos diarios de Estados Unidos. Habla sentado a la mesa del loft donde vive junto con mi tía segunda en el corazón del soho, en la misma breve calle donde se suceden las galerías de arte más rentables del planeta y a pocas cuadras del sitio donde hace décadas se alzaban las torres gemelas. Además de él y mi tía segunda, está una mujer algunos años mayor que yo;  gasta una onda por igual rosarina y neoyorkina: maquillaje rutilante y aros descomunales interferidos por un flair internacional proveniente sobre todo de su ropa cara; a lo largo de la cena contará que hizo una fortuna considerable con la compra venta de inmuebles en Washington y que recientemente escribió un libro que enseña a ser feliz por la vía de la meditación.
-Pero si la guerra es sobre todo un negocio, antes, durante y después -digo como si eso contradijera la opinión del anfitrión.
-¡ya sé, pero claro, ya sé! -contesta él con un punto de molestia por la como impertinencia de mi respuesta.
un perú
La ciudades de México y Berlín tienen en común con casi cualquier otra las pilas de cadáveres que se acumulan en su historia, y se distinguen porque en ellas ese vector alcanza un nivel extremo (el non plus ultra de su época en términos de genocidio). Esa intensidad rasga su diferencia, y para vivir en ellas hay que metabolizarla -es mi experiencia-. En Nueva York (que vuelvo a pisar gracias a la generosidad creciente de la amiga más íntima de mis años mexicanos -y no menos, gracias a la creciente mezquindad de su salud-, que es también mi única amiga uruguaya) esa potencia la tiene el dinero: no hay conversación en que no intervenga y certifica el grado de existencia de cosas y personas (es la medida del ser). Como los cadáveres en las capitales de México y Alemania, (a força da grana) infiltra la civilización en general, pero en esta ciudad alcanza su grado superlativo, es lo que la mantiene activa, próspera, productiva: es su carrera (su competencia).
No es que el megamonstruo ny carezca de otras vetas, ni mucho menos de flores que pueden arrancarse del montón y aromar por sí, autónomas, otros ambientes que nada que ver; pero existen en esa trama donde toman forma y nutrientes. En otras palabras, ¿podría existir lo mucho de muy bueno que tiene ny -su esplendor multifacético- por fuera de esa energía? Para mí que no. ¿eso la
tixs (segundxs) del soho, entre máscaras de áfrica
anula como opción de vida y camino etc? Ni idea, es fácil creer que ningún sistema generó más riqueza que éste cuya cumbre representa ny -riqueza que en un punto, aunque sea nada más el que se ofrece a la mirada, es de todxs-, pero al mismo tiempo no puedo imaginar bella una vida articulada sobre esa línea tan dura. Y así, la razón última para abominar de la ciudad, como para todo en la vida, es de orden estético.
¿Habrá una ciudad cuya diferencia insoslayable sea la del amor? Que como el dinero y las masacres infiltra todas las artes y ocios. Y la mía más definitiva, Buenos Aires, será sólo ejemplo de la aurea mediocritas de la civilización. Estaría bien, quién sabe. 
caritas en downtown mnhttn
escaparate de la quinta
 

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