-Los
yanquis y los europeos, los israelíes... los rusos, los coreanos…
¡se
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altos faroles |
dedican todos a la guerra! Pero los chinos en cambio... son muy
astutos: no se meten en ninguna guerra, a lo único que
se dedican es a hacer negocios.
Se
lo escucho decir mi tío político segundo, él escribe artículos de
opinión (op-ed pieces, en la jerga de
ellxs) sobre política internacional para prestigiosos diarios de
Estados Unidos. Habla sentado
a la mesa del loft donde
vive junto con mi tía segunda
en el
corazón del soho,
en la misma breve calle donde se suceden las galerías de arte más
rentables del planeta y a pocas cuadras del sitio
donde hace décadas se alzaban las
torres gemelas. Además
de él y mi tía segunda, está una mujer algunos
años mayor que yo; gasta una onda por igual rosarina y
neoyorkina: maquillaje rutilante y aros descomunales interferidos por
un flair internacional proveniente sobre todo de su ropa cara;
a lo largo de la cena contará que hizo una fortuna considerable con
la compra venta de inmuebles en Washington y que recientemente
escribió un libro que enseña a ser feliz por la vía de la
meditación.
-Pero
si la guerra es sobre todo un negocio, antes, durante y después -digo como si eso contradijera la opinión del anfitrión.
-¡ya
sé, pero claro, ya sé! -contesta él con un punto de molestia por
la como impertinencia de mi respuesta.
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un perú |
La
ciudades de México y Berlín tienen en común con casi cualquier
otra las pilas de cadáveres que
se acumulan en su historia, y se distinguen porque en ellas ese vector alcanza un
nivel extremo (el non plus ultra de su época en términos de genocidio). Esa intensidad rasga su
diferencia, y para vivir
en ellas hay que
metabolizarla -es
mi experiencia-. En Nueva
York (que vuelvo a pisar gracias a la
generosidad creciente de la
amiga más íntima de mis
años mexicanos -y no menos, gracias a la creciente mezquindad de su salud-, que es
también mi única amiga uruguaya) esa potencia la tiene el dinero: no hay
conversación en que no intervenga y certifica el grado de existencia
de cosas y personas (es
la medida del ser). Como
los cadáveres en las capitales de
México y Alemania, (a
força da grana)
infiltra la
civilización en general, pero en esta ciudad alcanza su
grado superlativo,
es lo que la mantiene activa, próspera, productiva: es su carrera
(su competencia).
No
es que el megamonstruo ny carezca de otras vetas, ni mucho menos de
flores que pueden arrancarse del montón y aromar por sí, autónomas,
otros ambientes que nada que ver; pero existen en esa trama donde
toman forma y nutrientes. En otras palabras, ¿podría existir lo
mucho de muy bueno que tiene ny -su esplendor multifacético- por
fuera de esa energía? Para mí que no. ¿eso la
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tixs (segundxs) del soho, entre máscaras de áfrica |
anula como opción
de vida y camino etc? Ni idea, es fácil creer que ningún sistema
generó más riqueza que éste cuya cumbre representa ny -riqueza que
en un punto, aunque sea nada más el que se ofrece a la mirada, es de
todxs-, pero al mismo tiempo no puedo imaginar bella una vida
articulada sobre esa línea tan dura. Y así, la razón última para
abominar de la ciudad, como para todo en la vida, es de orden
estético.
¿Habrá
una ciudad cuya diferencia insoslayable sea la del amor? Que como
el dinero y las masacres infiltra todas las artes y ocios. Y la mía
más definitiva, Buenos Aires, será sólo ejemplo de la aurea
mediocritas de la civilización. Estaría bien, quién sabe.
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caritas en downtown mnhttn |
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escaparate de la quinta |
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