La video-instalación es un modo de arte
cuya edad se cuenta en décadas. En la ciudad de México me tocó ver una
notable (era 1999). Consistía en la proyección interminable de una única
película muy simple en superficies diversas, unas veinte o veinticinco
tal vez, repartidas de manera asimétrica en un salón mediano. Se había
filmado en 16 milímetros, y cada estructura sobre la que la artista la
hacía correr era parte de un tratamiento diferente. Por tratarse de la
misma secuencia, la proliferación podría haberse juzgado innecesaria, en
especial porque el video era en sí una monotonía y los tratamientos a
lo sumo agregaban un énfasis producto del extrañamiento al que sometían
el material. Había versiones en blanco y negro y en color, unas corrían
lentas, otras rápido (seguramente varias se aproximarían a lo que se
denomina tiempo real), unas en sentido inverso, otras de modo que la
sucesión original se alteraba con avances y retrocesos;
había también las que que repetían indefinidamente una micro-secuencia,
un gesto mínimo del protagonista. En fin, el punto es que el conjunto de
las proyecciones, que ocurrían sobre las superficies dispares de telas,
pantallas planas, monitores de computadoras, incluso el visor de un
teléfono móvil, la etiqueta en blanco de una botella de vino, etc,
obligaban a ver las imágenes con atención, a seguirlas y releerlas. No
era posible salir de ese cuarto sin la convicción de que uno tenía la
secuencia fija en la memoria, algo a lo que contribuía su extrema
sencillez.
Protagonizaba los nueve minutos de película un hombre de traje gris,
con camisa clara y sin corbata, de aspecto publicitario, anguloso rostro
caucásico, ojos grises y límpidos, pelo castaño, muy buen ver, joven,
alto. Su mirada dejaba suponer abismos e intelecto, y de un modo que
tenía mucho de convencional (ahí lo publicitario) incluía destellos que
daban cuenta de un más allá, de una vida rica, donde podía haber lugar
también para el dolor.
Durante toda la secuencia pemanecía echado boca abajo en medio de un
campo, o mejor dicho un pastizal, entre altas matas filosas de alguna
planta silvestre de zonas bajas, en un largo plano secuencia en cuyo
curso el hombre miraba con expresión neutra algo que estaba fuera de
campo. Y excepto por el breve instante del principio en que estaba
quieto, en el resto del video se arrastraba mientras la cámara lo tomaba
de frente. Apoyaba su cuerpo y con él su vistosa ropa cara en el suelo
como un soldado cuerpo a tierra, pero en cuanto iniciaba el movimiento
se veía que no era el de un soldado. Se arrastraba con la cara muy cerca
del suelo, por momentos pegada al piso, pasándola por el piso,
impulsándose con el cuerpo con los brazos al costado, como una
serpiente. Así se abría paso entre los pastos. Cada tanto la cámara se
acercaba hasta un primer plano. Eso era el video: un tipo tal vez rubio o
en todo caso como si fuera rubio y bien vestido que se arrastraba.
Vi la instalación con mi amiga Rocío, que en ese entonces me guiaba
por todos los rincones de la ciudad de México donde ocurrían cosas
significativas. Rocío conocía a la artista, una mujer ya grande, de unos
50 años. Se llamaba Carla Fuentes Borobio y había trabajado la mayor
parte de su vida en la mayor televisora mexicana como productora de
telenovelas. Hasta que un día había decidido que quería ser artista y
había renunciado al universo de derroche, estrés y humillaciones de la
televisión. A su edad tenía la vida resuelta, la guita le sobraba, pero
estaba sola, sin hijos, toda su familia era una hermana que había
emigrado a Estados Unidos y de la que se sentía cada vez más lejos,
porque sólo parecía capaz de decir frases hechas sobre lo magnífica que
era su vida. Tanto por teléfono como si se encontraban en la oscura
ciudad de Detroit, Rossana le pintaba una vida típicamente
estadounidense sin fisuras, con anécdotas convencionales de sus hijos en
el college y alabanzas para su marido, un ejecutivo también mexicano
que pocas veces la acompañaba. Sin embargo, a Carla le quedaba la
impresión de que su hermana no le abría su corazón y que su vida distaba
años luz de ser lo satisfactoria que ella declaraba.
Rocío la había conocido en una disco queer, donde ambas intentaban
conjurar el aburrimiento de la sexualidad escolar, y la artista también
su soledad, pues según le contaría a Rocío más tarde no sentía afinidad
con ninguno de los grupos con los que en su vida había alternado por
familia o trabajo. Tras una larga noche de plática se habían hecho
amigas, y la mujer la había invitado varias veces a viajar por México,
gracias a que su fortuna le habilitaba el ejercicio de la generosidad y
la chica le caía simpática.
En el lujoso catálogo que acompañaba la instalación había un texto (muy
retocado por Rocío, quien como buena egresada de la carrera de Letras
pasaba apremios económicos a pesar de su sólida formación) en el que
afirmaba sin pruritos “el mundo del arte nunca me perdonará que me haya
enriquecido trabajando para la industria de la chatarra cultural, como
si hubiera alguna diferencia”. Acto seguido presentaba el video a partir
de una pregunta que se le había ocurrido “a la hora del almuerzo en un
restaurante de Polanco, mientras comía sola frente a la mesa de un grupo
de hombres de negocios, a quienes cuatro meseras atendían como si sus
vidas dependieran de que no les quedaran deseos insatisfechos: ¿cómo se
sentirá tener todas las credenciales sociales? ¿Cómo será ser hombre,
blanco, guapo y rico en México?”.