miércoles, 5 de diciembre de 2018

una visita inoportuna

     Argentina no necesita fábricas de autos”, lanzó un alemán que me visita. Psiquiatra y neurólogo, de ojos celestes y buen ver, nacido en la cuenca del Ruhr, llegó dispuesto a usufructuar del modo más irreflexivo los privilegios que se derivan de su condición de hombre blanco e instruido, buenmozo, cool. Y alemán. En Berlín compartíamos amigos y salidas nocturnas; es un gran aficionado a las drogas y en mí encontraba alguien dispuesto a secundarlo bastante en esa afición (aunque nunca le seguí realmente el tren, me habría dañado la salud) y también en mi preferida, la de conversar.
no necesita fábricas de autos
    Desde que llegó a Buenos Aires, sin embargo, la conversación que hacemos juntos, otrora llena de ingenio y velocidad, tiene sobre todo forma de discusiones en que ambos orillamos un definido mal humor, yo tal vez más y con justificación menos visible. Él vino de paseo y se figuró -de la manera más equivocada- que yo estaría ahí disponible para acompañarlo donde fuere y cuando fuere, como si no tuviera nada que hacer y mi vida transcurriera en la misma despreocupación que la de él ahora, que además de estar de vacaciones tiene resueltas de modo prácticamente definitivo numerosas cuestiones que a mí me queman los talones y las pestañas. 
    -Estás triste, ves todo negativo, por qué -me interrogó a los días-. Yo también en una época estaba enojado, y como vos, tenía mucho miedo -pero ¿por qué supone, por qué presupone?-, miedo de fracasar, miedo de no conseguir ser quien quería. Eso me ponía de mal humor, me dificultaba las relaciones con los demás, me hacía poner negativo.
      Es obvio que estas atribuciones tristes no impidieron que la mala onda prosperara, al contrario, y así fue que hace dos noches tuvimos una discusión llena de reproches -sobre todo de su parte-. El principal, referido a mi forma poco amable de discutir con él. Algo que le admití, dado que me ha sido echado en cara muchas veces, aunque sólo para demostrarle acto seguido con -para él- sorprendente facilidad que él no sólo no actúa de modo distinto, sino que además es reciamente miserable y chicanero. Lo que tal vez sea sólo una respuesta al tratamiento que le doy, a mi estado incomodador. Puede ser, pero cuando anunció su viaje le advertí que yo no estaba de vacaciones, y que no sabía de cuánto tiempo iba a disponer para verlo.
    En el curso de las discusiones traté de dejarle en claro que desde mi punto de vista nuestra principal diferencia es ideológica: entendemos de distinto modo la naturaleza (ese invento de la civilización), la vida y las relaciones entre las personas. También la sexualidad y el consumo de drogas. En fin, me resulta un tipo sexista, machista, homófobo, aunque su militancia por lo verde le de cartas para sostener lo contrario -en Alemania, acá nadie se lo creería-. 
nuestra principal diferencia
    Entre las cosas que me molestaron hubo una cierta desconsideración, rayana  en el abuso, o lo que percibí como tal, en relación con los recursos y las cosas de mi casa; siempre dispuesto a servirse lo que haya sin importar el efecto que tal cosa tenga en otra gente (en mí). También su moral de la competencia, que lo lleva a matrizar de ese modo todo entredicho, toda discusión: como lucha para acabar con el otro. También su mala onda hacia mis amigos (“si querés darles droga, les das de la tuya”, me espetó).
   La cuestión es que hoy estoy en un como pozo negro que no es estrictamente de dolor, pero sí de agobio, pesadumbre. Todos los intentos de dulcificar y armonizar la relación fracasaron, encontré sólo resistencia de su parte, molestia, necesidad de librarse de mí. Curiosamente, las mismas emociones que me aquejan respecto de él.