"...la marihuana, por otro lado, según algunos postulan, podría tener algunos efectos neuroprotectores [...] efectos sobre la reparación [de neuronas]"
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miércoles, 21 de marzo de 2012
un modelo miserable*
manual para vivir del pasado |
-Nooo.. Lleválo, boludo, lleválo.
-Para
qué. Se me va perder. Así voy más tranquilo, hago lo que se me
canta y no me tengo que andar preocupando.
-No nos vamos a encontrar. Lleválo man, por cualquier cosa.
-No nos vamos a encontrar. Lleválo man, por cualquier cosa.
-Bueno
está bien.
Así
hablamos por tel con Salvatore (amigo de toda la vida se puede decir)
una hora y media antes de las ocho de la noche, momento fijado para
encontrarnos en las inmediaciones del monumental para entrar juntos a
la última presentación de roger waters en argentina. Ambos
proyectamos llegar pedaleando así que, de acuerdo con lo que él
pudo averiguar, quedamos en reunirnos en la guardería de biciclos de
monroe y alcorta. Como mi amigo es un descerebrado hincha de fútbol
(encima de river) conoce al dedillo tanto los accesos a la cancha como la retícula
urbana que la rodea, pero yo no. Así que una vez dejado el tren en
Belgrano C, apunté para
la cancha sin más. Y mintiendo ser de ahí conseguí llegar hasta
los mismos muros del estadio. Estaba vacío y lleno de postes. Me
pareció un lugar perfecto para dejar la bici, ¿para qué alejarme
seis cuadras si podía ahí? Como había llevado el móvil le
escribí a salva: “te espero en Alcorta y vict de la Plaza; ya
estoy acá”. Pero el mensaje nunca le llegó, si bien yo supuse
todo el tiempo que lo había recibido porque poco antes me había
llegado uno de él. El punto es que para cuando me percaté de que
los móviles no andaban ya nos habíamos desencontrado y terminé
entrando SOLO al estadio, temeroso de que entrar tarde y perderme el principio del show, pensando que él estaba adentro. Me trepé al arco de fútbol
y sentado sobre el travesaño giré todo lo que me dejó la cintura
con los brazos en alto para un lado y para el otro. Pensé que si
estaba por ahí me tendría que ver. En eso se trepó un chico justo
al lado mío.
-Tenés
fuego -le dije, porque ya eran nueve menos cinco y quería empezar el
recital de la cabeza. Si encima me iba a desencontrar con mi amigo
por lo menos que me sacaran de allí mis sentidos inflamados.
El
chico me dio fuego al tiempo que se daba vuelta sobre el travesaño
del arco. ¿Me puedo agarrar de vos? preguntó para girar. Claro, le
dije mientras se prendía de mis camisa y remera. Era un lindo chico.
Prendí el faso y le ofrecí una seca. Gracias, dijo, son flores.
Asentí. ¿Tuyas? Contesté con un gesto de a quién le importa.
-¿Estás
solo? -preguntó.
-sí.
Y vos.
-También
solo. Tenía entradas para hace cuatro días. Pero las tenía mi
novia, y me dejó y se las quedó ella. Así que vine hoy, pero solo. ¿no
es re triste lo que me pasó?
-Yo
me desencontré con un amigo y me vine acá al arco para que me vea.
A
los minutos vinieron los seguranzas a bajarnos. Ya en el suelo el
chico tan simpático me hizo un gesto que invitaba a seguir juntos
por un tiempo, a compartir la deriva. Pero desalentado por
la mención de la novia (no tenía ganas de ese tipo de régimen) y
porque todavía tenía la esperanza de encontrar a salvatore, le
corté el rostro. Ya eran casi las nueve. Decidí que mi amigo debía
estar perdido entre la multitud y me sumergí también en ella, ya considerando que sólo el azar podía reunirnos esa noche. Así que me
abalancé hacia la multitud. Ya colocado pude ver el inicio del gran
show. Las proyecciones, la música. Bastante espectacular, el sonido
excelente, fuerte y claro. Pero la gente… una plasta total. Es
cierto que hace más de 12 años que no pisaba un recital, pero mi
recuerdo era otro: la masa de gente muy apretada en la
indeferenciación del sudor propio y ajeno, la marea humana que te
arrastra, a veces te presiona, nunca te hiere, el masaje colectivo.
Ése régimen de mis tiempos ricoteros, e incluso de algún river con
serú girán, hace tantas eras. Pero acá nadie se movía si no era para levantar móviles o camaritas con que filmar el
concierto. Un bosque de manos alzadas registrando cosas que ocurrían
a 100 metros en copias de mala calidad. Incomprensible para mí. Me
pregunté si será la edad. Yo quería bailar.
-Después
dicen que la sociedad no respeta a los ancianos -le dije a una mina
que tenía al lado ante la proyección de un primer plano de waters,
lleno de arrugas e imposibilidades.
Las
animaciones de la pantalla mostraron en eso una escuadra de bombarderos, que en lugar de torpedos dejaban caer símbolos religiosos: primero cruces del
cristianismo, después medialunas musulmanas, al fin estrellas judías.
El público miraba, pero sólo elevó su voz en un desaprobador murmullo cuando las
metáforas de las bombas eran logos de grandes empresas: shell,
mercedes benz. ¿la religión no les inspira el mismo rechazo?
¿o es corrección política para no pasar por antisemitas? Cualquier opción es un bajón.
En
algún momento en que la masa se animó un poquito seguí avanzando,
cada vez más adelante. Sin dejar de bailar. Por ahí me topé con
una mina que me cerró el paso con la espalda. Y me puse a bailar con
toda libertad. Sin brusquedad, aprovechando el contacto con los
cuerpos semidesnudos que estaban atrás, al costado, adelante. Pero
ella lo tomó mal.
-Me
estás apoyando -me espetó en un momento con su voz de loro- me
estás apoyando.
Nunca
tuve esa intención, y ni pasó por mi imaginación -le contesté la
pura verdad rimada, pero en su mente no había lugar para otra
posibilidad-.
-Sí,
me estás apoyando.
-¿Vos
para para qué venís a campo? Yo para bailar.
Lamenté
no haberme quedado con el chico del arco. Lo extrañaba ahora ante
esa mujer tan bruta. También estaba solo como yo y parecía
luminoso e inteligente. Igual aproveché la acusación como excusa
para pedir “permiso, que una muchacha acaba de acusarme de estar
apoyándola, a mí que he dado mi vida al arte” y seguir avanzando
hasta la primera fila, donde al final llegué y pude reposar entre
jóvenes, chicos y chicas, semidesnudos (ellos con el torso al aire,
preciosos lomos, ellas con esas tiritas que les sostienen los tops), todos compartiendo el sudor
propio y ajeno. Ahí me sentí más a gusto, aunque, para decir las
cosas como son, era el peor público que me ha tocado.
Me
sorprendió gratamente encontrar unos (dos) que habían conseguido
entrar tras pagar coima en la puerta (100 pesos contra los 475 de la
compra nética). Sos un rey, le dije a uno. Es que pocas veces fui a
un espectáculo organizado con tanta mala onda y desprecio por la
gente, donde todo responde a la finalidad de extraerle la mayor cantidad
de plata: además de todos los abusos que rodean la venta de entradas
(por ejemplo los extras que se suman a la venta electrónica, o que
el programa que la regula dé como agotadas las entradas de campo de pie para
que la gente compre las otras más caras, pero cuando uno insiste
insiste resulta que todavía quedan entradas de campo, etc), no hay
la menor preocupación por el público, al que se descuida y
maltrata: con el fin de exprimirle todavía unos pesitos más en la
compra obligada in situ, no se le permite entrar con agua, y en el
calor asfixiante de las primeras filas (donde yo estaba) no se
manguerea al público, que aunque quisiera no podría desplazarse a
comprar, con el resultado de que todos se apretujan por conseguir uno
de los vasitos de agua miserables que se reparten a cuentagotas y no
impiden la deshidratación de nadie (a propósito de esto se me
ocurrió un argumento excelente para un policial que ya escribiré,
en que una banda se complota contra esta mafia del dinero, y les
gana).
Y
por otro lado, vamos a decir las cosas como son, el show de waters es
extremadamente básico, simplista, panfletario (lo que explica en
parte que los asistentes también lo sean: no saben ni bailar, y a lo sumo
en dos o tres momentos que evocan de la manera más tosca un ritmo militar se
ponen a saltar de manera desenfrenada, como los brutos que son), un
producto serial, sin irregularidades ni imprevistos, que para peor
escatima la mejor producción del músico, la anterior a the wall (está
bien, el tour se llama como la película del disco, pero podría
haber incluido alguito previo para la afición); ¿pero qué puede esperarse de un espectáculo cuya racionalidad (más allá de todo el mensaje pacifista y presuntamente
libertario de waters) es producir la mayor cantidad de dinero? Es la
última vez que contribuyo a ese modelo de negocio tan miserable. Lo
que sí, me dieron ganas terribles de volver a un buen recital, los
redondos (el pasado), y no me voy perder el próximo del Indio.
A
la salida me encontré con salvatore y fuimos a una parrilla.
Discutimos sobre quién tenía la culpa del desencuentro: según él,
yo; según yo, los teléfonos móviles que él tanto valora y en los
que me inspiró tanta confianza. Después me reprochó ansiedad para comer,
lo que era un hecho, pero la verdad es que el recital me había
consumido mucha energía, y la bici también. Ambos coincidimos en
que había estado bueno, pero habría estado mucho mejor de haberlo
vivido juntos y fumados, lado a lado. Volvimos pedaleando por
libertador un buen trecho, hasta que se desvió. Llegué a mi casa,
me duché y dormí como el angelito que era.
*El
título, pensé ayer, podría haber sido “volver a los 17”, pero
no hubo nada que me recolocara, ni por un instante, en esa época de ensoñación y
esperanza, ya tan neblinosa. Todo fue nuevo, más allá de alguna evocación.
viernes, 16 de marzo de 2012
te venís al centro de rompedor
igual pero con lluvia |
Debo
a un amigo querido una experiencia nueva y hasta hace unos años
inimaginada en la ciudad donde nací: volver a mi casa sita en el
microcentro desde el abasto en bicicleta una noche de verano y lluvia pasadas
las cero horas por avenida corrientes. Es posible que aun sin su
concurso tarde o temprano hubiera llegado a hacerlo, porque la
capacidad y la técnica estaban ahí, y ni hablar la voluntad. Pero
su donación (un biciclo) hizo posible que sucediera ahora y no en
otro momento, cosa que sólo puedo agradecer: el tránsito no muy
nutrido pero de todos modos vociferante cuando se acercaba en oleadas
semáforas bajo la lluvia perfecta y limpia despejó mi mente y puso
en su punto mi cuerpo. No lo olvidaré.
lunes, 12 de marzo de 2012
Manuscrito hallado sobre una mesa
Por DI para EDM
Cuando me mudé a
vivir solo tenía 23 años, y mi abuelo, que ya estaba con un pie en la
tumba aunque lo ignoraba, me hizo ir a su casa.
–Fijáte en la mesita ésa que está en la esquina –me dijo.
Es
una mesa baja, de madera (o de algo que la imita muy bien), con tres
patas cilíndricas que conforme se acercan al piso se distancian. La
tabla forma un triángulo que está mutando a círculo, cubierto de una
especie de acrílico transparente bajo el cual se ve un dibujo que para
la época (los setenta) era moderno, y hoy sigue siéndolo: finas líneas
circulares de color rojo y blanco definen elipsis que se cruzan sobre un
fondo negro, acompañadas de dispersos círculos llenos, mucho más
pequeños, como manchas, de los mismos colores. Una mesa que nunca antes
había visto en lo de mi abuelo, aunque lo había visitado lo suficiente.
–¿La querés?– me preguntó.
Cómo no la iba a querer, si está buenísima (y así es que todavía hoy motiva el comentario elogioso de cualquiera que la vea).
–Bueno –agregó–. La mesa era de tu tío, y cuando fui a su casa a levantar todo, encima tenía esto.
“esto”es
el relato que sigue, escrito a mano en un raro papel amarillo. Mi tío
integra desde el año ‘77 la lista de desaparecidos de la Dictadura.
lunes, 5 de marzo de 2012
Hamlet – Así nace el amor VIII
No
pasó mucho tiempo para que Hamlet guardara con las suyas la segunda
llave de mi departamento, la destinada a las visitas que cada tanto
llegaban de Argentina u otros países. Se la di para que pudiera
esperar adentro y no en el frío de la calle mi llegada cada vez que
lo citaba allí a una hora aproximada. También como signo de
confianza y amor.
Su
inocencia me desarmaba
|
Una
mediatarde (15 horas) estaba saliendo de compatir una bañera con
Robert, un muchacho flaquísimo y flexible, joven y fibroso del
interior de Alemania. Cuyos provincialismo y completa falta de
ambición estilística, simplicidad y franqueza me enternecieron
desde el principio. Le encantaba venir a casa para conversar y
abrazarme. Le gustaba que le ofreciera un pecho velloso, y a mí, al
contrario, su cuerpo casi enteramente lampiño y su inocencia.
Padecía una discapacidad menor, nunca llegué a entender del todo de qué tipo, pero sí que afectaba hasta cierto punto sus
capacidades intelectuales. El Estado alemán había caracterizado esa
Behinderung con un porcentaje (supongamos, 30%), acreditándolo para
diversos beneficios sociales (descuentos y subsidios) aunque no para
todos los que se ponen a disposición de los 100% discapacitados (un
ciego, un paralítico). Se copó conmigo al ver la foto de mi pecho
en pelo online y, especialmente, al saber que era argentino: sin
haber estado nunca en América, conocía detalles de la geografía
continental (sobre todo de la Patagonia), como el nombre de varios
lagos del Sur (Turbio, Puelo), y me los recitaba cada vez que nos
veíamos.
Ese
día Hamlet me envió un par de mensajes y como no contesté (estaba
en el agua, no los vi) decidió venir sin más, pero no en vez de
usar sus llaves de una tocó el timbre para verificar que no había
nadie. Justo cuando Robert y yo acabábamos de salir de la bañera,
donde nos habíamos estado tocando, y nos disponíamos a pasar a la
cama, donde tendría su cierre la dimensión genital de nuestro
encuentro del día. Todavía medio mojado tuve la lucidez de ir a
atender el timbre (en cualquier otra ocasión no lo habría hecho,
muchas veces tocaban repartidores de diarios o publicidad o
cualquiera que pretendiera entrar al edificio por los motivos más diversos).
–Soy
yo, Hamlet, ¿puedo pasar? –escuché y se me heló la sangre.
–Esperá
un toque –contesté con dos segundos de delay.
Corrí
a avisarle a Robert. “¡Mi novio!” dije para simplificar, aunque
me parecía una descripción inexacta y exagerada. Hizo el efecto
adecuado. Robert empezó a vestirse rápidamente mientras me pedía
instrucciones. Lo primero que pensé fue que se quedara en el
departamento. Hamlet iba a entrar y lo iba a ver, se saludarían,
después Robert se iba a ir y ya. Le daría explicaciones a Hamlet,
sería honesto con él. Lo consideré porque pensé que mientras nos
vestíamos Hamlet estaba subiendo las escaleras hasta el tercer piso
y en cualquier momento abriría la puerta. Pero no. No subió, y
Robert estuvo listo en menos de medio minuto. Le dije entonces que
saliera del departamento y subiera un piso, hasta el cuarto, que allí esperara a que el otro estuviera dentro
y luego bajara y saliera del edificio.
Así
lo hicimos. Salió y llamé a Hamlet al móvil.
–¿No
subís? –le dije, con una ambigüedad que daba lugar a pensar que
desde que había tocado el timbre lo estaba esperando.
–Sí,
ahí voy.
Cuando
llegó lo recibí en salida de baño, y le dije que me había
sorprendido en el agua. No hizo ninguna pregunta. Nos abrazamos, nos
besamos, nos dijimos “te extrañé”. Era verdad. De pronto apoyó
su cabeza en mi hombro y se largó a llorar.
–Qué
pasa –pregunté conmovido.
–Es
que te quiero y me pone tan triste pensar que te vas a ir dentro de
poco.
Era
enternecedor verlo llorar, y lo quise todavía más.
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