Su
inocencia me desarmaba
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Una
mediatarde (15 horas) estaba saliendo de compatir una bañera con
Robert, un muchacho flaquísimo y flexible, joven y fibroso del
interior de Alemania. Cuyos provincialismo y completa falta de
ambición estilística, simplicidad y franqueza me enternecieron
desde el principio. Le encantaba venir a casa para conversar y
abrazarme. Le gustaba que le ofreciera un pecho velloso, y a mí, al
contrario, su cuerpo casi enteramente lampiño y su inocencia.
Padecía una discapacidad menor, nunca llegué a entender del todo de qué tipo, pero sí que afectaba hasta cierto punto sus
capacidades intelectuales. El Estado alemán había caracterizado esa
Behinderung con un porcentaje (supongamos, 30%), acreditándolo para
diversos beneficios sociales (descuentos y subsidios) aunque no para
todos los que se ponen a disposición de los 100% discapacitados (un
ciego, un paralítico). Se copó conmigo al ver la foto de mi pecho
en pelo online y, especialmente, al saber que era argentino: sin
haber estado nunca en América, conocía detalles de la geografía
continental (sobre todo de la Patagonia), como el nombre de varios
lagos del Sur (Turbio, Puelo), y me los recitaba cada vez que nos
veíamos.
Ese
día Hamlet me envió un par de mensajes y como no contesté (estaba
en el agua, no los vi) decidió venir sin más, pero no en vez de
usar sus llaves de una tocó el timbre para verificar que no había
nadie. Justo cuando Robert y yo acabábamos de salir de la bañera,
donde nos habíamos estado tocando, y nos disponíamos a pasar a la
cama, donde tendría su cierre la dimensión genital de nuestro
encuentro del día. Todavía medio mojado tuve la lucidez de ir a
atender el timbre (en cualquier otra ocasión no lo habría hecho,
muchas veces tocaban repartidores de diarios o publicidad o
cualquiera que pretendiera entrar al edificio por los motivos más diversos).
–Soy
yo, Hamlet, ¿puedo pasar? –escuché y se me heló la sangre.
–Esperá
un toque –contesté con dos segundos de delay.
Corrí
a avisarle a Robert. “¡Mi novio!” dije para simplificar, aunque
me parecía una descripción inexacta y exagerada. Hizo el efecto
adecuado. Robert empezó a vestirse rápidamente mientras me pedía
instrucciones. Lo primero que pensé fue que se quedara en el
departamento. Hamlet iba a entrar y lo iba a ver, se saludarían,
después Robert se iba a ir y ya. Le daría explicaciones a Hamlet,
sería honesto con él. Lo consideré porque pensé que mientras nos
vestíamos Hamlet estaba subiendo las escaleras hasta el tercer piso
y en cualquier momento abriría la puerta. Pero no. No subió, y
Robert estuvo listo en menos de medio minuto. Le dije entonces que
saliera del departamento y subiera un piso, hasta el cuarto, que allí esperara a que el otro estuviera dentro
y luego bajara y saliera del edificio.
Así
lo hicimos. Salió y llamé a Hamlet al móvil.
–¿No
subís? –le dije, con una ambigüedad que daba lugar a pensar que
desde que había tocado el timbre lo estaba esperando.
–Sí,
ahí voy.
Cuando
llegó lo recibí en salida de baño, y le dije que me había
sorprendido en el agua. No hizo ninguna pregunta. Nos abrazamos, nos
besamos, nos dijimos “te extrañé”. Era verdad. De pronto apoyó
su cabeza en mi hombro y se largó a llorar.
–Qué
pasa –pregunté conmovido.
–Es
que te quiero y me pone tan triste pensar que te vas a ir dentro de
poco.
Era
enternecedor verlo llorar, y lo quise todavía más.
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