lunes, 5 de marzo de 2012

Hamlet – Así nace el amor VIII

    No pasó mucho tiempo para que Hamlet guardara con las suyas la segunda llave de mi departamento, la destinada a las visitas que cada tanto llegaban de Argentina u otros países. Se la di para que pudiera esperar adentro y no en el frío de la calle mi llegada cada vez que lo citaba allí a una hora aproximada. También como signo de confianza y amor.


Su inocencia me desarmaba
    Una mediatarde (15 horas) estaba saliendo de compatir una bañera con Robert, un muchacho flaquísimo y flexible, joven y fibroso del interior de Alemania. Cuyos provincialismo y completa falta de ambición estilística, simplicidad y franqueza me enternecieron desde el principio. Le encantaba venir a casa para conversar y abrazarme. Le gustaba que le ofreciera un pecho velloso, y a mí, al contrario, su cuerpo casi enteramente lampiño y su inocencia. Padecía una discapacidad menor, nunca llegué a entender del todo de qué tipo, pero sí que afectaba hasta cierto punto sus capacidades intelectuales. El Estado alemán había caracterizado esa Behinderung con un porcentaje (supongamos, 30%), acreditándolo para diversos beneficios sociales (descuentos y subsidios) aunque no para todos los que se ponen a disposición de los 100% discapacitados (un ciego, un paralítico). Se copó conmigo al ver la foto de mi pecho en pelo online y, especialmente, al saber que era argentino: sin haber estado nunca en América, conocía detalles de la geografía continental (sobre todo de la Patagonia), como el nombre de varios lagos del Sur (Turbio, Puelo), y me los recitaba cada vez que nos veíamos. 
    Ese día Hamlet me envió un par de mensajes y como no contesté (estaba en el agua, no los vi) decidió venir sin más, pero no en vez de usar sus llaves de una tocó el timbre para verificar que no había nadie. Justo cuando Robert y yo acabábamos de salir de la bañera, donde nos habíamos estado tocando, y nos disponíamos a pasar a la cama, donde tendría su cierre la dimensión genital de nuestro encuentro del día. Todavía medio mojado tuve la lucidez de ir a atender el timbre (en cualquier otra ocasión no lo habría hecho, muchas veces tocaban repartidores de diarios o publicidad o cualquiera que pretendiera entrar al edificio por los motivos más diversos).
    Soy yo, Hamlet, ¿puedo pasar? –escuché y se me heló la sangre.
    Esperá un toque –contesté con dos segundos de delay. 
   Corrí a avisarle a Robert. “¡Mi novio!” dije para simplificar, aunque me parecía una descripción inexacta y exagerada. Hizo el efecto adecuado. Robert empezó a vestirse rápidamente mientras me pedía instrucciones. Lo primero que pensé fue que se quedara en el departamento. Hamlet iba a entrar y lo iba a ver, se saludarían, después Robert se iba a ir y ya. Le daría explicaciones a Hamlet, sería honesto con él. Lo consideré porque pensé que mientras nos vestíamos Hamlet estaba subiendo las escaleras hasta el tercer piso y en cualquier momento abriría la puerta. Pero no. No subió, y Robert estuvo listo en menos de medio minuto. Le dije entonces que saliera del departamento y subiera un piso, hasta el cuarto, que allí esperara a que el otro estuviera dentro y luego bajara y saliera del edificio.
    Así lo hicimos. Salió y llamé a Hamlet al móvil.
   ¿No subís? –le dije, con una ambigüedad que daba lugar a pensar que desde que había tocado el timbre lo estaba esperando.
   Sí, ahí voy.
   Cuando llegó lo recibí en salida de baño, y le dije que me había sorprendido en el agua. No hizo ninguna pregunta. Nos abrazamos, nos besamos, nos dijimos “te extrañé”. Era verdad. De pronto apoyó su cabeza en mi hombro y se largó a llorar.
   Qué pasa –pregunté conmovido.
   Es que te quiero y me pone tan triste pensar que te vas a ir dentro de poco.
Era enternecedor verlo llorar, y lo quise todavía más.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario