jueves, 11 de diciembre de 2014

cómo se realiza un orador


   La llamada por los antiguos “realización del orador” (“completio oratoris” en Cicero, De Oratore, I, xxiii–xxviii, en el sentido de que el orador podrá decir “me siento realizado”) exige que el sujeto inicie su perorata en condiciones que desautorizan su palabra y su persona. El orador habla, pero el auditorio comenta entre irónicas sonrisas lo que escucha, clava sus ojos sobre la figura como enjuta cuyo tono apagado y ripioso parece instrumento del delirio. En las grandes ocasiones, entre el auditorio hay quienes se ponen iracundos, insultan en voz baja o a los gritos. En este estado de cosas, el hombre -que hoy es una mujer- continúa hablando, hasta que de sus palabras nace el cambio. En su forma ideal es un cambio que el auditorio percibe como súbito, como un ingreso instantáneo en otra configuración o, más apropiadamente, en otra situación. Lo que sin embargo marca nada más que el comienzo de una progresión que terminará en la total adscripción de quienes escuchan no sólo a las tesis, sino también a la persona del orador (lo que implica que se deja de lado por completo toda posible esencia), que habiendo así embarcado a la gente sin que se diera cuenta, acto seguido la transporta por infinitos celestes. La misma voz que pareciera latosa y vacía se llena ahora de las más auténticas modulaciones de temple augusto y serena verdad. Es claro que hay buenos y malos oradores -como hay buenos y malos escritores-, y que ante un público instruido que conozca los secretos del mester los mecanismos serán necesariamente más sutiles, más complejos.
   La literatura está plagada de ejemplos en los que un personaje comienza a hablar en una situación adversa, en la que todo parece condenarlo y según todos los indicios presenta una tesis que le dará el último empujón al abismo; con el transcurso de su voz, sin embargo, todo se revierte y el personaje se gana a quien lo escucha (y a quien lo lee). Ejemplos notables de estos procedimientos se encuentran en la literatura inglesa, en particular en Shakespeare, que como de tantas otras cosas, no podía dejar de tomarlo también para la chacota. También lo hace muy bien el conocido Gandalf el Gris de Tolkien en su duelo con Saruman el blanco, interiormente corrompido pero todavía capaz de hablar con (apariencia de) magnifitud.
   El cine estadounidense ha producido el subgénero del policial que constituyen las llamadas películas de juicio (que tuvo en los ochenta una mini época dorada). En ellas, la mayor parte de la acción transcurre en una corte y consiste en sucesivas alocuciones a cargo de los personajes. Si estas películas no fueran de corriente tan malas y abarataran tanto el recurso, reduciéndolo a una reparadora revancha catártica, también se las podría considerar.