lunes, 1 de julio de 2019

superstición

Pocos actos sobre un cuerpo ajeno superan en ultraje a la violación (la tortura solamente, que suele incluirla), lo que la pone en el lugar del máximo avasallamiento. Según Rita Segato, es un mensaje y un deber de los varones hacia sus iguales -o sus modelos- y hacia lxs violadxs: “[el violador] siente y afirma que está castigando a su víctima por algún comportamiento que él siente como un desvío, un desacato a una ley patriarcal. [...] él es un castigador, él no siente que actuó contra la ley, sino a favor de una ley que es una ley moral [...] en un proceso de diálogo con sus modelos de masculinidad [...] demostrándole algo a alguien (a otro hombre) y al mundo a través de ese otro hombre”. La producción de la violación en el patriarcado es también la de su significado (la cultura de la violación), necesario para que pueda oficiar de castigo.

Años de conversaciones familiares me han mostrado que la condición de posibilidad para que la violación dé cuerpo a esos sentidos está en la noción más difundida de sexualidad, algo que nadie discute (tan presente e invisible como el agua y el aire), y en particular en las concepciones sobre los genitales (los órganos más sexualizados de todos), que ubican ambos dominios en un más allá respecto del resto de los ejercicios y situaciones corporales. Un más allá de la cultura, en un ámbito de inalienabilidad, privacidad, separación, sacralidad y máximo respeto.

¿Cuál es la diferencia entre acariciarle a alguien la cabeza, la mejilla, un brazo o una pierna y hacerle una caricia en los genitales, aunque sea a través de la ropa? No veo ninguna que no sea de carácter supersticioso. Lo discutí incluso con reconocidas psicoanalistas, y su respuesta se limitó finalmente al consenso social en torno a esas zonas, y a esos actos: están “cargados”, lo que acabaría sin embargo por remitir esos circuitos a un condicionamiento previo a la civilización (hablan de catexis -opaca traducción de Besetzung, término militar de ocupación-, pulsión y libido, formas de aproximarse a lo real).

Es la misma superstición que lleva a la madre de una compañera a espetarle “pero... la sexualidad, que es lo más sagrado”, cuando ella la participa de que como partenaires sexuales prefiere a otras mujeres, pero también la que produce la respuesta de la chica: “justamente, porque es lo más sagrado no puedo ignorarlo”. Es la misma superstición por la cual numerosas militantes feministas condenan sin ningún tipo de matiz el trabajo sexual, dado que no puede ser trabajo si se hace con órganos que según consignan no tienen el mismo estatus que las manos, las piernas o el cerebro (por mucho que los incluyan). Es la misma, también, por la que hacer una caricia en los genitales se considera algo muy serio, y mucho más grave que dar una bofetada (sobre todo si quien la recibe es una mujer, y ni hablar si se trata de une infante). No es distinta de la que tiñe nuestra relación con la desnudez, ni de la que transforma el consentimiento en un asunto de la mayor gravedad.

Así como el exhibicionista (la versión visual del violador) se desencanta y huye cuando no genera espanto ni horror -cuando produce risa-, así el violador o el abusador dejarían de existir si sus actos no significaran como lo hacen (si no pudieran significar como lo hacen). Esto exigiría considerar la sexualidad de otro modo. Si tocar una vagina no tuviera una esencia distinta de la que tiene tocar un brazo, una boca, la violación perdería su carácter (su significado), y el trauma que pudiera producir no se distinguiría esencialmente, como sí se distingue hoy, del que es resultado de la violencia física (del dolor inmediato y sus consecuencias).

Me consta -no sólo por mi propia experiencia- que muchas relaciones que la ley tipifica como abuso (puntualmente, entre une menor y une adulte) no fueron vividas en su momento como tales, y ni siquiera después, una vez que ele niñe creció y las recordó en su vida adulta. Sin embargo, sí son muchas las veces que se produce un trauma retroactivo, una vez que ele sujetx incorpora (es la palabra) el hato de nociones con las que leerá un hecho que no vivió de modo violento ni violentador y que per se carece de sentido, pero que a partir de su determinación en el marco de significación del patriacado se vuelve función de la superstición sobre el cuerpo y sus genitales, y no de la violencia ni de la violentación (que es en mi opinión lo condenable en todos los casos: obligar a alguien a vivir algo que no quiere), porque a veces no la hubo. No me refiero al conocido caso de psicoanalistas que siembran recuerdos en sus pacientes, sino meramente al de quien en una situación de repasar su historia, descubre de pronto que ha sido objeto de una ofensa atroz, que hasta entonces desconocía (o para decirlo en la jerga más aceptada, pero en modo alguno más precisa, había reprimido, sin darle la dimensión -la significación- adecuada).

Celebro la denuncia de los abusadores, su exhibición pública y mucho más la unión y fortaleza -el empoderamiento- de quienes la ejercen (lo que no quita que la ola de indignación que levanta tenga ecos de otras lapidaciones, u otros linchamientos, como aquellos de que fueron objeto, una vez terminada la segunda guerra mundial, las mujeres francesas que habían tenido amantes entre las filas alemanas, lapidaciones en que ejercían la mayor virulencia punitoria quienes no se habían levantado más que en su cabeza, si en algún lado, contra la opresión), pero me resultaría apasionante ver qué pasaría con muchos casos de abuso (e incluso de violación), con su significado y efecto, si se hiciera estallar arqueológicamente el concepto mismo que las define, su producción dentro del régimen patriarcal (al que sostiene en tanto es su función) y su relación con la superstición de la virginidad -que, hipótesis derivada, es la fuente de energía todavía emitente de la sacralidad de los órganos sexuales y sus usos-.

La violación podrá desaparecer (porque habrá perdido su sentido) cuando los órganos sexuales se equiparen en su presencia social a otros órganos del cuerpo, cuando les niñes dejen de buscar vagina, culo, pija, pene o concha y en el diccionario porque sus definiciones no les aportarían nada esencialmente distinto a las de dedo, oreja, o cadera y boca. Es decir, una vez que superemos la prehistoria del sexo (que, si fuera posible una analogía con la alimentación, equivaldría tal vez a la época en que la carne se quemaba, sin cocinarse) y entremos de lleno en la historia (hasta llegar a la alta cocina, es decir al predominio de la cultura), que podría muy bien dar lugar incluso a ramas de la pornografía aún por descubrir. Las prohibiciones de fotografiar niños en playas y piletas públicas -la paranoia pedófila- van en sentido contrario.

Quedará siempre, de todos modos, por fortuna, en el sexo (lo mismo que en cualquier fracción de la vida pasada por el tamiz de la civilización) algo irreductible a la cultura, esa parte que de modo perentorio nos pone en relación con lo real -con la muerte-.