Pocos
actos sobre un cuerpo ajeno superan en ultraje a la violación (la
tortura solamente, que suele incluirla), lo que la pone en el lugar
del máximo avasallamiento. Según Rita Segato, es un mensaje y un
deber de los varones hacia sus iguales -o sus modelos- y hacia lxs
violadxs: “[el violador] siente
y afirma que está castigando a su víctima por algún comportamiento
que él siente como un desvío, un desacato a una ley patriarcal.
[...] él
es un castigador, él no siente que actuó contra la ley, sino a
favor de una ley que es una ley moral [...]
en un proceso de diálogo
con sus modelos de masculinidad [...]
demostrándole algo a
alguien (a otro hombre) y al mundo a través de ese otro hombre”.
La producción de la
violación en el
patriarcado es también la
de su significado (la
cultura de la violación),
necesario para que pueda
oficiar de
castigo.
Años de
conversaciones familiares me han mostrado que la condición de
posibilidad para que la violación dé cuerpo a esos sentidos está
en la noción más difundida de sexualidad, algo que nadie discute
(tan presente e invisible como el agua y el aire), y en particular en
las concepciones sobre los genitales (los órganos más sexualizados
de todos), que ubican ambos dominios en un más allá respecto del
resto de los ejercicios y situaciones corporales. Un más allá de la
cultura, en un ámbito de inalienabilidad, privacidad, separación,
sacralidad y máximo respeto.
¿Cuál es
la diferencia entre acariciarle a alguien la cabeza, la mejilla, un
brazo o una pierna y hacerle una caricia en los genitales, aunque sea
a través de la ropa? No veo ninguna que no sea de carácter
supersticioso. Lo discutí incluso con reconocidas psicoanalistas, y
su respuesta se limitó finalmente al consenso social en torno a esas
zonas, y a esos actos: están “cargados”, lo que acabaría sin
embargo por remitir esos circuitos a un condicionamiento previo a la
civilización (hablan de catexis -opaca traducción de Besetzung,
término militar de ocupación-, pulsión y libido, formas de
aproximarse a lo real).
Es la
misma superstición que lleva a la madre de una compañera a
espetarle “pero... la sexualidad, que es lo más sagrado”, cuando
ella la participa de que como partenaires sexuales prefiere a otras
mujeres, pero también la que produce la respuesta de la chica:
“justamente, porque es lo más sagrado no puedo ignorarlo”. Es la
misma superstición por la cual numerosas militantes feministas
condenan sin ningún tipo de matiz el trabajo sexual, dado que no
puede ser trabajo si se hace con órganos que según consignan no
tienen el mismo estatus que las manos, las piernas o el cerebro (por
mucho que los incluyan). Es la misma, también, por la que hacer una
caricia en los genitales se considera algo muy serio, y mucho más
grave que dar una bofetada (sobre todo si quien la recibe es una
mujer, y ni hablar si se trata de une infante). No es distinta de la
que tiñe nuestra relación con la desnudez,
ni de la que transforma el
consentimiento en un asunto de la mayor gravedad.
Así como
el exhibicionista (la versión visual del violador) se desencanta y
huye cuando no genera espanto ni horror -cuando produce risa-, así
el violador o el abusador dejarían de existir si sus actos no
significaran como lo hacen (si no pudieran significar como lo
hacen). Esto exigiría considerar la sexualidad de otro modo. Si
tocar una vagina no tuviera una esencia distinta de la que tiene
tocar un brazo, una boca, la violación perdería su carácter (su
significado), y el trauma que pudiera producir no se distinguiría
esencialmente, como sí se distingue hoy, del que es resultado de la
violencia física (del dolor inmediato y sus consecuencias).
Me consta
-no sólo por mi propia experiencia- que muchas relaciones que la ley
tipifica como abuso (puntualmente, entre une menor y une adulte) no
fueron vividas en su momento como tales, y ni siquiera después, una
vez que ele niñe creció y las recordó en su vida adulta. Sin
embargo, sí son muchas las veces que se produce un trauma
retroactivo, una vez que ele sujetx incorpora (es la palabra) el hato
de nociones con las que leerá un hecho que no vivió de modo
violento ni violentador y que per se carece de sentido,
pero que a partir de su determinación en el marco de
significación del patriacado se vuelve función de la
superstición sobre el cuerpo y sus genitales, y no de la violencia
ni de la violentación (que es en mi opinión lo condenable en todos
los casos: obligar a alguien a vivir algo que no quiere), porque a
veces no la hubo. No me refiero al conocido caso de psicoanalistas
que siembran recuerdos en sus pacientes, sino meramente al de quien
en una situación de repasar su historia, descubre de pronto que ha
sido objeto de una ofensa atroz, que hasta entonces desconocía (o
para decirlo en la jerga más aceptada, pero en modo alguno más
precisa, había reprimido, sin darle la dimensión -la
significación- adecuada).
Celebro la
denuncia de los abusadores, su exhibición pública y mucho más la
unión y fortaleza -el empoderamiento- de quienes la ejercen (lo que
no quita que la ola de indignación que levanta tenga ecos de otras
lapidaciones, u otros linchamientos, como aquellos de que fueron
objeto, una vez terminada la segunda guerra mundial, las mujeres
francesas que habían tenido amantes entre las filas alemanas,
lapidaciones en que ejercían la mayor virulencia punitoria quienes
no se habían levantado más que en su cabeza, si en algún lado,
contra la opresión), pero me resultaría apasionante ver qué
pasaría con muchos casos de abuso (e incluso de violación), con su
significado y efecto, si se hiciera estallar arqueológicamente el
concepto mismo que las define, su producción dentro del régimen
patriarcal (al que sostiene en tanto es su función) y su relación con la superstición de la virginidad -que,
hipótesis derivada, es la fuente de energía todavía emitente de la
sacralidad de los órganos sexuales y sus usos-.
La
violación podrá desaparecer (porque habrá perdido su sentido) cuando
los órganos sexuales se equiparen en su presencia social a otros
órganos del cuerpo, cuando les niñes dejen de buscar vagina,
culo, pija, pene o concha y en el
diccionario porque sus definiciones no les aportarían nada
esencialmente distinto a las de dedo, oreja, o cadera
y boca. Es decir, una vez que superemos la prehistoria del sexo (que, si fuera posible una analogía con la alimentación,
equivaldría tal vez a la época en que la carne se quemaba, sin
cocinarse) y entremos de lleno en la historia (hasta llegar a la alta
cocina, es decir al predominio de la cultura), que podría muy bien dar lugar incluso a ramas de la pornografía aún por descubrir. Las prohibiciones de
fotografiar niños en playas y piletas públicas -la paranoia
pedófila- van en sentido contrario.
Quedará
siempre, de todos modos, por fortuna, en el sexo (lo mismo que en
cualquier fracción de la vida pasada por el tamiz de la
civilización) algo irreductible a la cultura, esa parte que de modo
perentorio nos pone en relación con lo real -con la muerte-.