En
uno de los canales céntricos de esta ciudad marítima y costera
(como Amsterdam) veo bajo el agua salada, separadas entre sí por menos de
cinco metros de distancia, cuatro pobres bicicletas. Si
estos objetos están ahí, es para exhibir no su calidad bicicla, sino el
acto que las colocó en ese lugar, es decir lo vandálico. Pero más que el vandalismo (constitutivo de la urbe en sí, no importa el nombre
que asuma) llama la atención su condición de posibilidad: la
claridad del agua: ¿quién se tomaría la molestia de echar
cualquier cosa -que no sean desaparecidos- en aguas leonosas, turbias?
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