Visualmente
fastuosa y por momentos deslumbrante, onerosa producción (12
millones de usd, presupuesto por el que delira cualquier director
argentino y la mayoría de los franceses), la tercer obra de Gaspar
Noé tiene 45 minutos de sobra. A esa excrecencia narrativa que un
montaje adecuado subsanará agrega problemas insolubles: el retrato
convencional (pobrísimo) no sólo del submundo del
consumo y la venta de drogas sino también de las relaciones
interpersonales y amorosas, con especial acento en el mundo queer
(atrasa 40 años: aparecen dos putos, uno un chiquillo miserable que
con su venganza de resentida ocasiona la muerte y la desgracia; el
otro un dealer sin dientes al que ya no se le para de tanto abusar de
las drogas, que se venga de quienes le chupan la pija muerta pasándoles un dedo
encacado por la nuca y se rodea de gente fea y alienada).
Con
una amistad reciente (promisoria)
voy a ver Enter the Void |
Un
asomo de osadía (de vanguardia) puede encontrarse en la subrayada
sugerencia de un incesto fraterno entre los personajes centrales (que
lucen una hermosura extraterrestre: sobre todo ella, copa la película
con su cuerpo divino), si bien esa relación no convencional se
trunca con la muerte y se justifica en el pasado terrible de los
niños: perdieron a sus padres, un esplendoroso matrimonio
neoyorquino, en un horrible accidente de auto al que el espectador se
ve expuesto una y otra vez.
La
película pone en acto una teoría sobre la vida post-mortem y la
reencarnación, según la cual después de morir uno ve el mundo que
ha dejado y repasa lo vivido en espera de decidir en qué cuerpo
volverá a la humanidad. Uno de los personajes la enuncia, y acto
seguido la narración la confirma en cada detalle. El film confina
sin embargo esta posibilidad a la endogamia, encerrándola en los
recovecos de la historia personal, que aún en esa dimensión cósmica
termina siendo la misma prisión que propone el psicoanálisis: ni
siquiera la muerte libera del karma familiar.
Como
más de una década atrás lo hiciera Requiem for a dream
(Aranofsky, 2000), Enter the void estetiza con conmovedores artificios la visibilidad reaccionaria.
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