domingo, 23 de febrero de 2014

un flash

I.
El segundo casamiento entre hombres al que asisto (en realidad el tercero contando el mío, si bien técnicamente se trató de una unión civil y no ocurrió en Argentina) fue un flash en reedición permanente (y esto mucho más que la topísima boda de uno de los faros intelectuales de la contemporaneidad, que aun con su importante cuota de bizarría y esplendor, en todo momento, incluso en el que estábamos todos ya muy drogados, mantuvo su prevista homogeneidad). Esta boda fue un flash en primer lugar porque los contrayentes se casaron por iglesia. Lo hicieron en una iglesia luterana de tradición europea del barrio de Belgrano, a la que llegué justo puntual como es mi maldición a las 21 00, con pantalón nuevo que me sentaba espléndido y me senté en un banco largo al lado de una pareja de ancianes, ambos de pelo blanco y según confirmaron su entusiasmo y conocimiento de las letras al cantar, miembrxs de toda su vida de esa tradicional grey. De cabellos que fueron rubios y de ojos celestes, les ancianis pasarían buena parte de la ceremonia con las manos enlazadas, transidos de emoción. Para mejor, quien ofició la ceremonia -que empezó casi una hora más tarde- fue una mujer sacerdote. Se cantaron cosas propias de la iglesia (una versión del padrenuestro que canté como pude porque era horrible) y se celebró misa. Como la hostia era pan hecho por la madre de uno de los novios, no pude resistir la tentación de sumarme a la fila comulgadora (por segunda vez en mi vida; la primera había sido a los 16, un día que entré muy drogado a una iglesia y los vi a todos formados como ovejas y me metí por pura diversión). Al llevarme a los labios la copa con “la sangre de cristo”, un vino dulzón donde flotaban los pajaritos de los muchos comulgantes anteriores, le eché una mirada completamente lasciva al sacerdote ayudante que me la daba, un veterano 50+ de excelente ver, pelo corto blanco y ojos celestes, a quien -estoy seguro, porque después me lo crucé un par de veces en la fiesta y no sabía cómo mirarme- no se le escapó el tenor de mi gesto.
Aunque un toque larga, la ceremonia fue entretenida y variada, no le faltaron momentos emocionantes, y tuvo su coronación en el beso que los novios se dieron ante los ojos deslumbrados del rebaño multietario, cuyos miembros, eses atildadxs vejetes, seguramente nunca imaginaron que verían algo así en su propia iglesia. Todes parecían sin embargo muy satisfechos. Para mí, que tengo tirria a todo lo eclesiástico, fue como hacer turismo, como si en Cuba o Brasil me invitaran a ver un rito umbanda. “Que estén juntos hasta que dios lo disponga”, dijo la mujer al casarlos.
torta de bodas con ambición realista

II.
La fiesta no fue un flash menor. Uno de los contrayentes, el que me invitó, es médico -lo conozco porque cantamos juntos en un coro-; su familia se vino para la ocasión desde el sur profundo, santa cruz o del estilo, donde vive, si bien sus ojos azules, su pelo claro y su iglesia delatan inconfundible ascendencia europea. Al otro lo vi por primera vez esa noche, no sé qué hace, pero sí que es de Gonzalez Catán; su morocho pelo lacio y el color de su piel etc me sugirieron que buena parte de sus ancestros vivían en nuestro subcontinente antes de la invasión hispánica. Además, junto con toda su familia (que incluye un hermano que es el vivo retrato de Patoruzú, excepto porque el pelo largo lo curte atado en colita) da la impresión de pertenecer a otra clase social que el médico y sus invitados: a una clase que no tiene acceso a bienes de lujos, a la educación terciaria ni a los viajes transhemisféricos. O sea que son medio pobres, medio indios, pero todo medio. En esa rara conjunción, en una unidad procurada por los novios que no terminaba de cuajar a pesar de la voluntad que se esforzaban por demostrar sus parientes, transcurrió la fiesta, donde no pude bailar todo lo que como me habría gustado.

III.
Para contribuir a la insolemnidad de la situación llevé una hermosa gargantilla de perlas cultivadas que me dibujaba una única línea de esferas brillantes de nácar alrededor del cuello, más bien ajustada. Lamenté, además de un penoso servicio de chistes el cual más machista y heterosexista que descolocaba a los contrayentes una y otra vez, que no hubiera más putis, más gente queer; había sí un grupito, pero además de estar como arrinconados eran parte del morochaje y no se animaban o no estaban en condiciones de interactuar con el resto, tal vez intimidados por la preponderancia de una forma de lucimiento social que no era la suya. Unx me echó una de esas miradas que invitan o significan o provocan, no sé bien, pero tampoco yo estaba en plan de encarar una conversación que las circunstancias no favorecían y sólo me atraía por lo extemporánea. Hubiera sido demasiado llamativo y hay circunstancias en las que prefiero el perfil bajo.
A mi regreso me alcanzó en su auto una pareja de veteranos de la grey: ella una sesentona muuy arraglada y polite, y él un sueco de nombre Sven, también entrado en años, a quien su trabado acento y la frase “nadie va a defender la dictadura [76-83], pero la dictadura fue resultado de la ineptitud de quienes gobernaban” definen enteramente. Un flaxh.

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