Horas
antes volar a su encuentro me llama desde Copenhague mi novio Hamlet
-quien en su país se ha vuelto un comodín mediático para temas de
género y feminismo: lo paran en la calle, lo reconocen en el sauna,
es famoso.
-Tengo
un problema -me dice.
Oh
no, pienso, ahora me pide que no vaya, que necesita un tiempo,
últimamente lo vengo notando distante, para no mencionar las muchas
veces que tengo la impresión de habitar otro universo (nació de
ancestros pescadores y vikingos en una aldea de la costa escandinava,
y le llevo 20 años).
-Me
preguntan de un diario por qué entre los miembros de las parejas del
mismo sexo hay grandes diferencias de edad con mayor frecuencia que
entre los de las de distinto -dice sin embargo, sorprendiéndome una
vez más, ahora con su idea de problema-.
-Porque
en las relaciones igualitarias se ejerce más la libertad -le digo
tras vacilar un poco, y después completo vía mail:-, “la de las
edades similares es otra de las constricciones burguesas cuyo sentido
se diluye en la contemporaneidad, y en tanto el colectivo queer
superó ya en su misma constitución una constricción mucho más
fundamental (el tabú de las relaciones igualitarias), el esfuerzo y
el estruendo de superar ésta y otras limitaciones queda obnubilado”.
Al
mismo tiempo tengo la suerte -el tesón, apenas horas antes de
embarcar- de asistir con mi amigo más cinematográfico, en el primer
día del Asterisco, al estreno en Buenos Aires de Gerontophilia
(2013), la película más narrativamente convencional, más homogénea
y tersa del director canadiense Bruce laBruce. Su obra más
formalmente vendible -más comercial- es también la más previsible
en su peripecia, y lleva la diferencia etaria entre los amantes a su
extremo: un chico (18, 20?) y un anciano (82) se enamoran. La
película es de una ternura avasallante -los terribles celos
irracionales que poseen a la criatura cuando otros (cree él) quieren
chamuyarse al veterano- que no excluye a nadie de su gracia -incluso
la egoísta madre se salva, al final, cuando acompaña al hijo en su
dolor, olvidando que ha cometido la “asquerosidad de cogerse a un
anciano”-. La felicidad que despliega la película se apoya sin
embargo en dos poderosos clichés: la sabiduría reposada de la
última vejez y la cándida bondad de la primera juventud. Totalmente
distinta del Bruce laBruce punk, Gerontophilia trampea un poco
también al elegir para el papel del joven a una criatura a la que le basta sonreír para echarse el mundo a los pies. Algo
similar vale para el anciano: si no es bello, sí es encantador -que
sea negro y puto de todos modos debe tener algún valor en una
película que incluye la línea “las mujeres son el negro de la Historia”-. (Un breve aparte merece el uso cuentísticamente magistral que hace laBruce de una gigantografía de Gandhi: sólo sabremos lo que hemos visto al verla por segunda vez, porque la primera, aunque está ahí, ocurre en un plano invisible.)
un potro, un ser de luz |
¿Se
produce con el combo una estetización de la relación homosexual
anciano-joven que la vuelve soportable y hasta placentera -idílica-
para el gusto burgués? Tal vez, pero la película es un goce de
principio a fin, y lo es porque si bien es cierto que el chico se
enamora del viejo, eso le ocurre porque son
los ancianos quienes le producen erecciones -éste es el punto
que no debe perderse de vista y que la película subraya en
introducción nudo y descenlace-.
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