lunes, 21 de marzo de 2011

Hamlet - Así nace el amor VII

   Por motivos que detallaré en otro lugar, en Berlín tenía facilidades para conseguir excelentes ubicaciones en el teatro y la ópera a precios de risa. Como hice con tantos amigos & amantes, ya sea que vivieran en la ciudad o me visitaran, a Hamlet lo invité a acompañarme a la ópera, forma de arte que aprendí a amar y apreciar luego de haber sido figurante (un ser infernal, un espectro oscuro) en una versión de Dr. Faust, de Bussoni. Había conseguido entradas en octava fila, centro, para la menos wagneriana de las óperas de Wagner: la comedia die Meistersinger von Nürnberg, tres actos cuyo desarrollo toma cinco horas.
   Hamlet estaba avisado desde hacía varios días de la función. Sin embargo, la noche anterior tuvo una fiesta no sé dónde, a la que me invitó. Decliné la invitación, y pero él no sólo fue sino que estuvo dándole al vodka all night long y volvió a su casa cerca de las nueve de la mañana. Era domingo, por lo que una función de ópera que dura cinco horas en Alemania empieza a las tres de la tarde, para que la gente pueda irse a su casa a las ocho y empezar la semana a las seis de la mañana del lunes.
   Llegó a tiempo al teatro, pero la trasnochada todavía perduraba en él: los ojos le flameaban y su intoxicación era evidente. Eso no le impidió echarse a mi cuello y besarme con denuedo. La gente miraba. No tanto porque somos dos hombres y nos separa una generación (dado que si hay un ambiente donde la libertad permite cualquier tipo de vínculo, es la ópera), sino por el show de besos, suficiente para imantar las miradas: en la vía pública de Alemania es raro ver gente besuquéandose, y el número de casos disminuye conforme aumentan la edad de los involucrados y el grado de formalidad del sitio. Pero Hamlet es así, y también por eso lo quiero.
   -Si estás muy cansado y no aguantás podés irte; si querés me esperás en casa -le dije, considerando las cinco horas-.
   -¡No, de ningún modo! -aseguró- me voy a quedar con vos hasta el final.
   Aguantó un acto. Y con serias dificultades: transcurridos los primeros 15 minutos bajó la cabeza y se limitó a mirar el parquet entre sus piernas. Cambió de posición varias veces, pero era obvio que buscaba la más comoda no para ver o escuchar, sino para que su largo cuerpo soportara la espera eterna.
   -Pero no, faltaba más. Para qué te vas a torturar -le dije en el entreacto, cuando me preguntó si no me enojaba que se fuera.
   -Es que me siento muy mal -explicó lo evidente.
   Volvimos a dar un espectáculo de besos y se fue. Ahí mismo llamé a una amiga, que llegaría a ver el tercer acto de los maestros cantores, el que dura casi dos horas y es el mejor.
   Cuando volví a mi asiento sin Hamlet, el vecino de butaca me preguntó dónde estaba, por qué se había ido, si se sentía mal. Resultó ser un crítico de música domiciliado en Londres, que estaba allí por encargo de una revista especializada de habla inglesa. Estaba en compañía de su mujer, una alemana de lo más simpática, y al irse me dio su tarjeta y me pidió que no dejara de hablarlo, para encontrarnos algún día.
   Su amabilidad me mostró una vez más que nuestras efusiones provocan lo contrario del rechazo. Es que la gente admira la libertad, la juventud, y la belleza, algo que todavía estamos en condiciones de simular con mi chico.

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