Ya
se dicho que Alemania en las primeras décadas del siglo 20, como
nación que despertaba a su historia unificada, habitaba la
posibilidad, pero que después de la Segunda Guerra Mundial no tiene
otro remedio que ser el país que eligió el exterminio de parte de
su población y la guerra total como modo del Estado. Eso es lo
imborrable en Alemania (nicht wegzudenken), como en Argentina, si
bien de modo menos totalizador, son imborrables los desaparecidos,
que desde su producción torturada en los ‘70 recorren en forma de
fantasmas (de siluetazo) las ciudades. “Eso habla bien de la
sociedad argentina”, me dijo un amigo el sábado a la noche y no
pude sino acordar. Pero es imborrable no gracias a nosotros (que
somos también la sociedad), que a lo sumo fuimos a alguna marchita o
sostuvimos una posición política, sino al hato de militantes
(madres, abuelas, hijos) que desde entonces semana tras semana
salieron a las calles a exigir la verdad, aun en la época de mayor
desmoralización de los últimos 40 años, cuando todo parecía
acabado para siempre -los noventa-. La imborrabilidad es así el
regreso y la victoria de los muertos.
Se
han borrado hasta la inexistencia, sin embargo, otros cadáveres no
menos fundamentales: los indios y los negros que se tragó la guerra
del Paraguay son un caso, tal vez no el más desafortunado de todos
modos, porque como zombis que responden al llamado de cerebros
frescos donde hincar el diente, puede que estén volviendo. ¡ojalá!
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