De vacaciones en el mar uruguayo
Día
2. No hay olas. Así que con esa fácil excusa desisto de tomar una
segunda clase. Apoyan la decisión fuertes dolores en la espalda y
los brazos, producto del desacostumbrado ejercicio muscular de la
víspera. Mientras medito mi rehúse, veo salir del mar a dos jóvenes
con sus tablas y me les acerco.
-Yo
nunca tomé clases -me cuenta el más bajito, un rubio de muy buen
ver y ancho pecho lampiño, con una tabla más baja aún que él-. Y
tardé como 20 días en poder pararme. Es cuestión de no darse por
vencido.
Agrega
que hace cinco años que surfa. “¿Tú sos también de
Montevideo?”, pregunta para mi sorpresa. Lo tengo que decepcionar.
Día
3. Alquilo durante algo más de una hora una tabla bastante más
corta que la de usé en la clase. “Una 7-4”, me aclara el que me
la renta. Es que en el interín estuve contemplando la posibilidad de
comprar una tabla para, en vez de tomar clases, darme de lleno a la
práctica sin limitaciones horarias ni locativas, y las que vi
similares a la que usé el día 1 no bajan de usd 350, usadas
-demasiado para mis ambiciones, enmarcadas en 10 días de playa-. Con
la 7-4 que alquilo me va relativamente bien, lo que me decide a
buscar una de dimensiones similares para comprar, en parte también
porque sospecho que la medida facilita las maniobras en el oleaje.
Día
4. Después de buscar en varios comercios del ramo doy con una tabla
7,2 (la medida en pies, me entero), de punta triangular y no redonda,
usada, por usd 200, a lo que debo sumar usd 40 del leash, como se le
dice a la piolita con que la tabla va unida al tobillo del surfista.
En total una cifra que sin ser insignificante está muy lejos de ser
fabulosa.
Por
su tamaño (es la mayor de las tablas chicas) puedo prever que me va
a crear dificultades, pero confío en superarlas. El vendedor, que en
realidad tiene como principal actividad la reparación de tablas, me
explica que tuvo una rotura, pero que allí donde él la reparó no
volverá a romperse. “En caso contrario te devuelvo la plata”, me
garantiza. “Las tablas se rompen, no importa si uno es principiante
o experto, las tablas se rompen, es normal”, dice también. Me da
varios consejos: usar remera oscura en vez de traje (“el traje
dificulta los movimientos, siempre que puedo corro olas sin traje”);
poner doble el cabito que une el leash a la tabla; sacar el leash
todas las noches y guardarlo extendido; acostumbrarme a la tabla,
barrenar un poco con ella y tratar de sentir su régimen de
suspensión antes de largarme a surfar. También menciona la otra
playa, además de la que yo suelo visitar, que según el viento es
apropiada para el surf.
-No
hay tablas mágicas -asegura en relación con mi decisión de
adquirir ésa-, para aprender hay que surfar todos los días, tres
horas de tarde y tres de mañana. los surfistas no hacemos playa.
Bajamos a correr olas y después nos volvemos.
Esto
último lo dice en referencia a los cuidados para la tabla, un objeto
mucho más delicado de lo que uno pensaría. Debe protegérsela sobre
todo del calor (del sol) y de los golpes. Dice todo esto mientras
ajusta las tres quillas que lleva la tabla.
De
tarde hago mi primer ingreso al agua. Tal como los días anteriores,
termino molido, a los crecientes dolores musculares en la espalda y
los brazos se suman heridas y raspones en las rodillas, golpes en las
manos, la impresión de que estuve a punto de rebanarme un dedo con
una de las quillas, y una paspadura tal en la cara interna de los
muslos y sobre la línea que delimita las dos mitades del escroto que
casi no puedo caminar. Además, lo peor: mientras remo acostado sobre la tabla se me apachurran a tal punto el pito y los huevos que empiezo a sospechar que la versión según la cual los surfers son todos asexuales no es, como creía, un mito, cualidad que se debería a una lenta pero efectiva castración por maltrato genital... Al llegar a mi casa me devoro en siete minutos
un quilo de pan.
De
noche, en la cama, al irme durmiento, me vuelven las sensaciones del
surf en el cuerpo, tal como me ocurría muchos años atrás al
bañarme en el mar. Se siente delicioso.
Día
5. De mañana acompaño a mi madre a la playa siguiente, donde le
resulta más facil bañarse. Es un día luminoso de agua transparente
y blanda, y mientras me deleito con la vista desde la costa, veo un
tiburón: al levantarse una ola, veo que la atreviesa una sombra
negra. La visión no dura más de dos segundos, suficientes sin
embargo para distinguir un torpedo oscuro y subacuático de ca. dos
metros en la pared de agua. En el breve instante inicial creo que es
un surfista visto desde atrás, pero al toque sé que es un ejemplar
escualo. Obviamente, siempre cabe la posibilidad de que no haya sido
un tiburón, pero por lo que sé del mundo acuático, creo que lo
era.
De
tarde entro al agua con la tabla. Para evitar los problemas de ayer me puse bajo el pantalón de baño un calzoncillo. De color blanco. Y salvo en el primer intento, en
que encaro la maniobra con toda la energía, no llego ni a pararme en
mi nueva tabla. Se me va toda la fuerza en luchar contra el mar y
correr las olas, me agoto. Son dos sesiones de unos
40 minutos cada una, separadas por un descanso en la playa. En el
agua me ubico un poco al margen de los demás surfistas. Su edad
promedio es de 17 años, y sobre anchas tablas redondas, con
lucientes trajes térmicos, hacen piruetas, haciendo evidente al
mismo tiempo y sin proponérselo toda mi incompetencia.
Al
salir me encuentro con mi profe del día 1.
-Elegí
el camino duro -le cuento después de saludarlo-; me compré una 7,2.
Así que por ahora no voy a tomar más clases.
-Está
bien -aprueba con una sonrisa alentadora-; tenés condiciones.
El
comentario me alegra. Ya en casa practico en la mesa de madera del
quincho, muy ancha y sólida, el salto para ponerme de pie en la
tabla, con lo que las heridas de las piernas y las bolas se
intensifican.
Dia
6. Aunque no enormes diferencias, siento sin embargo algunos
progresos respecto de ayer, como si me fuera habituando de algún
modo a la tabla y los movimientos. Además, ya no vuelvo tan agotado
a tragarme un kilo de pan. A la tarde, al volver con la tabla a la
playa, cae de visita un amigo (con mujer y dos hijos).
-Me
gustan los deportes de deslizamiento -le comento, evocando a mi
todavía marido Sascha, a quien debo esa descripción-: nadar,
esquiar, patinar sobre hielo y ahora surfar.
No
menciono el último de la serie, “coger”, porque está junto a
nosotros el hijo de 11 años de mi amigo y me parece que lo burdo del
chiste no es para su sensibilidad. Tampoco "conversar", porque no quiero que mi amigo piense que está practicando un deporte.
-Son
todos deportes individuales -contesta, gracias a la última omisión.
“Mi
hermano me dijo ayer que el surf es 90 por ciento exhibicionismo”,
agrega; su hermano es psicólogo y terminó ayer sus vacaciones en la
zona. Y es así que en presencia de mi amigo y su familia en vez de
surfar hablamos del tema. También porque poco después llega mi
propia hermana (con marido y dos hijos, también psicóloga y
conocida del hermano de mi amigo), pero ella directo desde Buenos
Aires, feliz de iniciar sus vaciones en el mar. El mayor de sus
chicos estuvo incursionando en el surf el año pasado, en esta misma
playa, y fue una de mis inspiraciones para probar suerte.
Dia
7. Olas mínimas, muy nublado, frío. Voy al agua y hay progresos,
mínimos pero igual estimulantes. Ya consigo sentarme de a ratos en
la tabla y me resulta cada vez más cómoda. Así la voy, según
creo, incorporando lentamente. También la prueba mi sobrino,
pero no lo convence. Lo mejor del día, sin embargo, es que doy con
el nombre que he estado buscando para ella: se llamará Pereciosa,
nombre que encuentro perfecto por designar al mismo tiempo la belleza
y la muerte (el universo).
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