jueves, 10 de febrero de 2011

¿Nace un surfer? III

De vacaciones en el mar uruguayo


    Dia 8.
   -Perecioso, está perecioso -dije en referencia al mar, al aire, al día en general.
    -No digás así, es horroroso -me contestaba mi madre, lo que no es fácil de entender si se considera que le escuché decir repetidamente “esato, esato, como dice tu hermana”, estirando la “e” de “esato”. Debe creer que lo de ella es gracioso -o lindo- y en cambio la reformación “perecioso/a” no. Le expliqué que el vocablo es una perfecta celebración de la vida, porque inmiscuye en su corazón un memento mori.
    -Ya sé cómo se llama la tabla -le anuncié por fin un día, cuando lo supe-. Pereciosa. Es la Pereciosa.
   Obviamente se pronunció en contra, pero para mí que el nombre no le disgustó completamente.
    Es así que hoy voy con la tabla a pasar el día a lo de mi amigo el hermano del psicólogo, que alquiló una cabaña en medio del bosque, a pocos kilómetros de la zona pueblerina donde está la mía, y al llegar le escribo un sms a otro amigo común que anda por la zona. “Acá estamos los cinco y la Pereciosa”, en la esperanza de que llegue y me pregunte por esa palabra, para así disfrutar de contarle la historia de su persistencia.
    -Sacaste la tabla a pasear -me dirá en cambio en tono sobrador al final de la jornada, porque en la playa donde confluimos hay cero olas, y por consiguiente tampoco oportunidad de usarla.
    Fue un día sin surf, pero con marihuana, cerveza y asado. Además muchos niños encantadores, que ponen los nervios a prueba.
 
   Día 8. Hoy doy un pequeño salto en la evolución surfística: consigo ponerme de pie por más de dos segundos. Además hablo por primera vez con un (¡con otro!) surfista, un chico que dice haberse iniciado el año pasado y no muestra ninguna destreza destacada -en eso se me parece-. El diálogo no es nada especial, sólo comentamos las toninas adelante nuestro, unos 25 metros adelante, 3 aletas en el mar, dos adultas, una trunca por un mordisco o un arponazo y otra de animal bebé. Más temprano había visto desde pocos metros cómo esos -seguramente- mismos delfines daban un salto y sacaban el cuerpo enteramente fuera del agua, mientras me daba un baño de mar, en una playa próxima.
   -No, son toninas -me dice el sufer en respuesta a mi mención de “los delfines”; “bueno, es lo mismo”, le digo a mi vez, pues lo creo desde que me dijeron en Mundo Marino de San Clemente que ambos nombres designaban exactamente el mismo animal. “Cuando pasa la ola a veces se ven cardúmenes”, me repite él, como si no lo hubiera oído. Al salir del agua lamento no saludarlo, quedó fuera de mi alcance.
   Como una iluminación, entiendo que hay una forma de surfar -como de nadar, barrenar o esquiar- que implica un gasto de energía mínimo, lo que posibilita practicar el surf durante horas sin agotarse. De hecho, ya hoy lo hago mejor que al principio y me canso menos. Se necesita un movimiento felino, un cierto agazapamiento. A eso tengo que llegar, y así cabalgaré olas durante 20 años más.
   Ponerme de pie dio sin embargo origen a un nuevo problemita: me patino en la tabla al poner el pie de atrás, el que va atado. Estoy sin dudas en una etapa más avanzada del aprendizaje, pero el camino que tengo por delante es infinito. Empieza a crecer en mí una sospecha: la Pereciosa es muy angosta, demasiado para mí.

   Día 9. Voy a una playa distante, en un incipiente desarrollo urbano que promete volverse top y permanecer ecológico, boscoso. Allí vacaciona con su familia (mujer y dos hijas) el amigo que se burló de que sacara a pasear la tabla. Según ha dicho, alrededor de las 5 pm hay buenas olas, aptas para surfistas principiantes. Cuando llego a la playa salvaje después de cruzar tabla silla y sombrilla en mano más de 600 metros de médanos pinchudos, encuentro olas descontroladas, de tamaño descomunal. Hay sólo tres surfistas en toda la playa, los tres en el agua, y si no fuera por ellos y la familia de mi amigo, la playa estaría desierta.
   -Me voy a surfar ahora -digo al llegar-, aprovechando que están ellos en el agua, porque con estas olas, solo, no me voy a animar.
Tras un gran esfuerzo llego junto a los tres surferos, que me acogen con la mejor. Uno es experto. Me aconseja acostarme sobre la tabla unos centímetros más adelante.
   -Tenés que poder tocar con la palma de la mano la punta de la tabla -detalla-, así te va resultar más fácil correr la ola.
   Tiene razón. Le hago caso y consigo montarme en uno de los imponentes muros de agua por algunos segundos antes de que se vuelva pura espuma, mientras siento la codiciada aceleración. Me pongo en pie durante tal vez dos segundos. Un éxito. Mientras tanto considero lo acertado de la expresión uruguaya “correr olas”, porque en gran parte en eso consiste este deporte, y el momento que describe el término es la clave de su práctica. Correrla y alcanzarla. Mientras esperamos las olas buenas (un tiempo largo), los surfadores me cuentan que de noche trabajan de cocineros en la posada del lugar y dedican las tardes a surfar. El más experto dice que por vivir en Montevideo puede practicar su deporte favorito todo el año, porque las playas están muy próximas, a breves dos horas de su casa.
   -El viento arruina todo -dice también-, es el gran enemigo del surfer, desemprolija el mar.
   Al salir de ese mar enbravecido siento que tomé una lección para alumnos avanzados, así que me voy contento. Pero me queda un solo día de playa, y no creo que haga mejoras notables, más porque los dolores en el cuello y la espalda se están volviendo insoportables, al punto de que casi no puedo dormir.
 
   Día 10. Me despierto con terribles dolores en la nuca. Ese efecto es obviamente algo que me gusta del surf. Sin embargo, lo que menos me gusta es que desde que me inicié en él se alteró completamente mi relación con el mar, que hasta había sido magnífica: bañarme mucho y tranquilo, disfrutar de las olas, nadar y barrenar como un campeón, amar el agua y vivirla en toda su yemanjaez (a propósito, al frente de la playa, sobre un promontorio, hay una pereciosa estatua de la diosa afroamericana del mar, en general rodeada de flores frescas que le ponen quienes le tienen afecto. Gran cosa, sobre todo si se considera que en su lugar podría haber un horrendo cristo sufriente o cualquier porquería que lo evocara). Si superara los dolores y el agotamiento físico que hoy me hacen posponer mi ingreso al agua, sólo esa perturbación de mi forma de vivir el mar sería capaz de llevarme a abandonar la tabla. Pero para que me voltee el fracaso deben pasar muchas temporadas.
   Cuando llego al mar está helado, pero hay buenas olas. Intento hacerle frente con doble remera, pero salgo a la media hora tiritando y sin grandes resultados. La tarde es similar, me yelo hasta los huesos, termino hechó puré por la combineta de exigencia física + frío.
   Ya al atardecer paso por una tienda de surf y me informo. La tabla que compré, diagnostica un muchacho encantador que luce la mejor sonrisa del verano, hijastro del dueño del negocio, se quebró y fue reparada. “Se nota en el peso”, explica. El largo, agrega, es adecuado a mi altura, pero el ancho no. “Estas tablas están bien para olas tubo, del tipo que hay en el Pacífico mexicano o chileno. Olas más grandes, las de acá no alcanzan el tamaño necesario para esta tabla”.
   A pesar de la frustración que me producen sus palabras, compro allí mismo una funda y sogas de seguridad para trasladar la tabla 800 kilómetros hasta mi casa sobre el techo del auto.
   El simpático y resplandeciente muchacho me da además una crema “comprada en España” para los dolores musculares que me aquejan, asegurándome además que son lo más normal y que tanto él como el instructor que me dio la única clase que tomé, presente allí durante la conversación, practican yoga para evitar las lesiones a las que este deporte genera inclinación.
   Todas revelaciones que me harán encarar de otro modo la próxima temporada.

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