Conversar,
tomar tés en la cálida penumbra mientras afuera la escarcha reina
en la noche sin fin, el sauna (¡las bañeras compartidas!), los
interiores plácidos y acogedores de bares y cafés, la maravilla
incansable de la nieve o caminar sobre el agua congelada de los
mismos lagos que en verano son para nadar. Todas cosas que hacen
fácil añorar el largo invierno de Berlín una vez que quedó atrás.
Sin embargo, nadie que lo haya vivido ignora que lo mejor del
invierno, su mayor virtud y gloria, es la primavera. Cuando la luz
vuelve a calentar el aire después de tantos meses oscuros y asoman
los renuevos, cuando el piar los pájaros crece hasta volverse un
graznido atronador y se puede desayunar con la ventana entreabierta
-o incluso en el balcón, entre las brisas- una explosión de alegría
mística se adueña del mundo y grita la ferocidad de la vida.
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