Somos
máquinas parlantes, sostiene la teoría que ve el cuerpo humano con
su psiquis como una razón mecánica. Explica que lo que burdamente rotulamos de
“sentimientos” no escapa a ese régimen y es sólo el efecto de
la química cerebral, por muy compleja que sea.
“Por
favor, encendé las luces”, escucho que le dice el sistema de
navegación al hombre que conduce mi regreso a la urbe que me vio
nacer. Igual que el célebre “estoy muerto” de EAP, es un
enunciado imposible (lo que no impide que lo hayan pronunciado al menos una vez quien programó esas máquinas infernales y la mina que
prestó su voz para la grabación). Imposible por la conjunción, por
un lado, de la marca dialectal rioplatense (en la forma de la segunda
persona del imperativo presente, que restringe su ocurrencia a esta
parte del mundo y a personas entre las que media una relativa
confianza) y, por el otro, del verbo “encender”, que nadie usaría
aquí (es decir en la circunstancia definida por la marca dialectal)
en ese tiempo y modo, ya que corresponde a un registro formal
incompatible con ellos (posible sería en cambio, porque sí hay un hablante para esas
palabras, un acartonado secretarial “encienda las
luces, por favor”). “Ché, prendé las luces”, o si no
directamente “no te vayá olvidar lo faro”, sin ningún
“por favor” pretencioso en su afectación de cortesía, es lo que
uno espera escuchar en cualquier auto argentino.
Los
“navis” se suman así (aunque no hace falta) a un modo específico
de máquinas parlantes, las que no entienden nada.
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