Entre
mis mejores memorias del colegio secundario está una tormenta como
la de hoy, espectacular, implacable. Lluvias así hay sólo dos tal
vez tres por año, que dan vuelta las veredas, producen pérdidas
que no vuelven a encontrarse y paralizan el
transporte, dejando miles de hogares sin luz y hasta cadáveres.
A la hora de entrar al colegio (07 45) apenas lloviznaba ese día, pero
en seguida se desató un diluvio tan oscuro que parecía la noche,
así que a media mañana las autoridades ya habían decidido abortar
y nos largaron. A circular cual manga de zombies adolescentes y
mojados por el microcentro. Hoy no lo harían por terror a las
reacciones de los padres que como poseídos los acusarían de
entregar sus indefensos hijos a los peligros subacuáticos: cables
electrocutadores y peligrosos objetos flotantes o sumergidos, pozos,
hundimientos, alcantarillas aspiradoras etc, y eso para no hablar de
los inadaptados sociales que podrían aprovechar la momentánea
suspensión de la ley para cometer abusos de toda índole. Pero eran
otras épocas, y ni siquiera mi madre, que ha vivido en el terror a
las tormentas, recuerda hoy el día, tan ensimismada estaría en el
vértigo que iba a destruir su vida.
Ese
año empezaba a estrecharse mi relación con algunos compañeros de
curso, proceso que se extendería por dos décadas. Venía de
separarme de la novia con quien había pasado de la mano todo primer
año y a quien estaba seguro de seguir amando (aunque me había dado
cuenta de ello sólo después de haberla dejado con la mayor
frialdad; hoy me gustaría recuperar el sentimiento, pero es
imposible saber cómo sentía ese amor). Separarme me había apartado
también del mundillo politizado intelectual transdivisional que
habíamos frecuentado juntos (pero ella más), y de a poco me había
ido volcando hacia los frívolos de mi propia división,* unos
descerebrados que si salían del aula era para ir al kiosquito o al
baño, siempre en grupo. Eran los bobos, las personalidades más
convencionales y menos rutilantes de todo el año. Con el tiempo llegaría a amarlos con todo mi corazón
y los llamaría sin sombra de duda mis amigos, los únicos capaces de
soportar la denominación.
secretos en la lluvia |
El
día de la lluvia encaramos
juntos el camino a casa. Al empezar la marcha el agua nos daba al tobillo, después
de unas cuadras ya era la rodilla y cuando llegamos a cruzar carlos
pellegrini nos llegaba al muslo. Era apenas marzo o a lo sumo abril,
hacía un calor de sudar bajo el agua y era de lo más estimulante estar
semisumergidos en la lluvia torrencial, nos reíamos empapados y
chapotéabamos. La correntada nos daba trabajo y junto con el agua
sucia nos impedía ver con claridad dónde poníamos los pies, así
que nos ayudábamos mutuamente a vadear los pasos difíciles y evitar los
remolinos. Uno de los chicos se patinó o en la chacota lo empujó
alguien y cayó de espaldas. Quedó apoyado en los codos, con sólo
la cabeza y las rodillas afuera del agua, la lluvia azotándole
la cara. Los demás nos fuimos echando a su lado
para no dejarlo solo. Tardamos más de dos horas en salir del
centro. Los zapatos nunca se repusieron a la inmersión, y las
carpetas se deshicieron bajo la lluvia, se las llevó el agua. Cuánto
nos divertimos. Es uno de los días que elegiría repetir en una
segunda versión de mi vida.
*Me
pasa igual ahora, he vuelto a la vida fronteras adentro.
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