La
visita de la china terminó con la espectacularidad de una gran obra
de arte. Tras una semana y media en que nos fuimos acostumbrando a
compartir la cama (llegó a reclamarme que después de llegar agotado
del casamiento de mi hermana u otras reuniones sociales y laborales
no tuviera energía para el sexo; tuve que explicarle que la
frecuencia de garche en los matrimonios constituidos de gente de
nuestra edad es con suerte dos por semana; “¿en serio?”,
preguntó desilusionada), partimos a pasar un fin de semana a una
estancia en los confines de la tradición argentina. Hacía ese frío
del más puro invierno pero el cielo era un diamante ladrador, y en
la habitación de la magnífica casa, que en el pasado perteneció al
General Riccheri (de acuerdo con la adoctrinada explicación del peón
que el domingo nos sacaría a hacer una recorrida a caballo), puse la
salamandra a volar minutos después de haber puesto pie, de modo que
para la noche pudiéramos andar desnudos y se cumpliera mi plan.
vestigios de una grandeza presunta nunca probada |
Así,
cuando se hicieron las 20 30 del sábado, tras haber cenado un
guiso de campo con ensalada (de entrada) y media botella de vino,
solicité una vela. La esforzada muchacha a cargo de la gestión
nocturna no quiso darme velas comunes de sebo barato y ennegrecedor,
y sólo quedó satisfecha cuando encontró un velón amarillo de base
cuadrada que juzgó adecuado para la noche sensual que en su
imaginación tendría lugar. Entonces nos recluimos en el cuarto.
Allí le suministré a mi compañera una dosis -calibrada para su
peso gracias a una balancita de precisión que me regalaron mis
amigos- de la mejor droga que existe (mdma), a ella, sí, que ni
siquiera había probado la marihuana y apenas el alcohol. Todo con su
consentimiento y después de haberla puesto al tanto con la mayor de
las honestidades de todo lo que implicaba la droga.
-La
tomo porque me la das vos -dijo-, de lo contrario nunca lo haría. Yo
no soy drogadicta. ¿cuándo me va a hacer efecto?
Le
dije que se olvidara del asunto, y salimos nuevamente al frío de la
noche, caminamos unos metros, nos acercamos al fuego que crepitaba en
el magnífico hogar de la sala de estar de la señorial mansión,
estuvimos pelotudeando ahí un rato hasta que de acuerdo con los
cálculos que me permite la experiencia determiné que ya estaba
próximo el momento en que mi compañera empezaría a transitar una
de las mejores noches de su vida. Y volvimos al dormitorio.
Como
estaba previsto, media hora después de habernos metido en la cama
había caído en un agradable estado de lasitud, y en el doble de
tiempo estaba desatada. “Muchas gracias”, repetía, “muchas
gracias por este momento tan hermoso, me siento tan bien. ahhh”.
Fue una noche de inolvidable desenfreno, que pasamos ambos
integramente desnudos en grados diversos de contacto, e incluyó, a
pedido de ella, sesiones fotográficas, vistas frente al espejo y algunos experimentos.
Tres
días más tarde se fue, no sin antes hacerme una generosa invitación
a París en febrero. Le dije que no. Tengo que remontar
primero el barrilete descolado que es mi vida. Ahora me escribe mensajes
melancólicos desde Seúl, donde nieva y hace -10 y perdió las elecciones. Quién sabe si volveremos a vernos, y cuándo.
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