Voy
al cine Lorca, mi sala más querida en Buenos Aires (tal vez hay otras
que he frecuentado más o me resultan más prácticas, como el
Gaumont, pero mi afecto mayor será siempre lorquiano, empezando por
el nombre). Además de su innegable hermosura de otra época, hasta
donde sé es el único cine del mundo donde se experimenta un
encantador extrañamiento posicional: en la sala 2, la de arriba,
pero sobre todo en la 1, la principal, a poco de estar sentado uno
siente de pronto que el suelo, donde se apoyan los pies, está en
posición vertical, mientras la espalda queda paralela a la
superficie de la tierra. Esa sensación perfecta se debe, creo yo, al
efecto óptico del revestimiento de las paredes, y en la sala de abajo
se potencia por la concavidad del piso, que toca su
sima en el centro del espacio. El Lorca, además, es
glorioso por venir exhibiendo ya desde los años ‘80 títulos que
estaban en el borde del circuito comercial, y muchas películas de
tinte queer.
Ahora
vi en la sala 2 Nunca me abandones
(Never let me go,
Mark Romanek, Inglaterra, 2010, basada en una novela homónima de
Ishiguro, de 2005), centrada en tres niños (dos chicas y
un joven) a quienes se cría en Inglaterra, en un internado a la harry
potter. Se los cría, sin embargo, no para que se integren a algún
tipo de elite social sino para que de adultos vayan donando sus
órganos hasta “completar” (es decir hasta morir), conforme los
necesiten los pacientes del sistema de salud. La acción transcurre
en los años 80 y 90 en Inglaterra, en una realidad que, excepto por
el National Donor Programme (NDP) en que se enmarca la crianza de
donantes, se deja describir como la nuestra. El
internado de los protagonistas es una excepción en el
marco del programa: al resto de los futuros donantes se los cría
en “battery farms” (así se las nombra) como las que hoy se usan
para cerdos y pollos.
Los tres personajes definen un triángulo
amoroso que no tiene nada que envidiarle a una telenovela, cuyo
verosímil exige gente mala y manipuladora (aunque esas formas de
debilidad sean finalmente producto de la misma desesperación que también sentimos).
En
otro régimen ficcional se contaría la rebelión de los clones y
cómo consiguen sustraerse al destino de donar hasta morir órganos a los humanos
“auténticos”. Aquí no. No hay lugar para tales
impulsos de liberación y autonomía. Y lo que en principio parece un anacronismo de la ciencia
ficción (aunque siga desarrollándose en la
práctica, la donación ha cedido su potencial de futuro y utopía a la generación de órganos o a su réplica), puede leerse como una alusión a las
legiones de sirvientes y trabajadores (: los pobres) que diariamente
nos donan sus órganos para que podamos seguir dándonos la gran
vida. ¿O acaso no es cierto que los mineros, las mucamas, los
basureros etc. mueren antes, ven peor, sufren mucho más de los
riñones y el bazo o lo que sea que quienes acostumbran visitar spas?
“La
gente no aceptaría volver a morir de cáncer o quedarse ciega; diría
sencillamente que no” a la interrupción del NDP, dice la
directora del colegio para explicar que es inútil debatir si
corresponde salvar de algún modo a los donantes. De igual modo
se ha clausurado, hace décadas, la discusión sobre los
pobres: “la gente no aceptaría tener que limpiar su propia mierda;
diría sencillamente que no”. No es el único aspecto en que la película (la historia que está detrás, la novela) refrenda su espesor.
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