Las
cuadras de ciclaje hacen que a pesar del frío llegue a casa empapado
en sudor; el alcohol y la marihuana me gestaron un tenue dolor de
cabeza que se convertirá en su hermano mayor en el curso de la
mañana y vendrá a despertarme. Tengo que esforzarme un poco para
encadenar la bicicleta en el Hof del edificio, aunque dado su
cochambroso estado y el buen tono del área prácticamente puede
descartarse que alguien se la quiera robar. Estoy en Prenzlauerberg,
parte del Berlín que fue comunista, a cinco cuadras de la línea de
adoquines que recuerda el trazado del Muro, y más allá de las
esperables excepciones los habitantes de la zona son jóvenes que
medran holgadamente en la nueva economía de los medios electrónicos.
Revestidos de una pátina de alternativismo que no se creen ni ellos
pero les da sentido de comunidad, los que no tienen hijos pequeños
están en su busca.
Sobre
la mesa de mi dormitorio encuentro un mensaje en dos tiempos: “llamó
Silvia. y Friedrich - M.”. La nota incluye los nombres de las tres
personas que de algún modo han moldeado mi vida de los últimos
meses: Michael, que firma la esquela y me cobra por el cuarto donde
la leo; Silvia, a quien vi por primera vez hace más de 20 años, en
mis primeros días de colegio secundario, y Friedrich, mi tal vez
único amigo alemán. El otro signo de que Michael
estuvo en el cuarto es el frío: al irme había dejado la calefa a
media marcha y ahora está apagada ¡en cero! Michael lo hizo,
seguramente después de que al entrar al cuarto para dejar la nota lo
invadiera una ola de indignación, porque en su cabeza no entra que
alguien pretenda llegar a una habitación templada cuando en la calle
hacen cinco grados bajo cero.
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