Hay una de mis tres
hermanas que hizo siempre los deberes (al punto de que si se los ovidaba,
se tratara de un calco geográfico o de una hojita redactada, me
llamaba del colegio para que me recorriera media ciudad y se los
llevara; íbamos a turnos distintos), y hoy -podría escribir “sin
embargo”, pero no hay ningún motivo distinto de la confusión para
hacerlo-, por algún motivo para mí no tan fácil de entender, da la impresión de no ser feliz (tal vez porque ahora descubre que haber hecho los
deberes no la libra del destino común y que la
muerte la corroe como a todos; tal vez porque se siente poco reconocida en sus
logros, o por otra cosa que no estoy en condiciones de imaginar). Últimamente me malrata y
describe lo que supone que es mi mundo (si bien en primera línea
habla del suyo y de sí misma) como lo haría una señora fascista de barrio, o sea del
modo más horrible. La única explicación de su mala onda que se me ocurre es que no le parece justo que sin haber
hecho los deberes como ella, no dé la impresión, como ella, de no ser feliz. Cómo puede ser, se
pregunta su cabecita confundida.
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